OPINIóN
Actualizado 14/07/2017
Marta Ferreira

Siempre volvemos. La vida es eso: ir y volver. A mí me toca ahora volver a esta columna, tras varias semanas agobiada por mi trabajo profesional. Vuelvo y lo hago encantada porque lo he echado mucho de menos. Cuando me coloco ante mi ordenador para escribir estas columnas en lugar de redactar demandas o escritos jurídicos de cualquier tipo, entro en un tiempo de relajación, refrescante, porque hago algo que me gusta mucho y me alejo del tráfago judicial, tenso y crispado en tantas ocasiones. Pues aquí estoy de nuevo.

Y me encuentro esta mañana con la noticia de la visita de nuestros reyes a Inglaterra, donde fueron recibidos por la reina Isabel y ante cuyo Parlamento Felipe VI dio un discurso. El rey de España volvía a hacerse presente, tras el apagón informativo que supuso el criticado acto del aniversario del 40 aniversario de las primeras elecciones generales tras la Guerra Civil. Un apagón provocado por la incomprensible ausencia de su padre en ese acto y las truculentas explicaciones que se dieron a la misma, explicaciones que le llevan a uno a pensar que los expertos en comunicación de La Zarzuela no muestran demasiadas luces y deberían hacérselo ver.

Porque ¿qué tuvo que ver Felipe VI con el restablecimiento de la democracia en España? Pues nada. ¿Y su padre? Pues casi todo. Entonces, al margen de protocolos y procedimientos, el anterior rey debió estar allí, con más méritos que la mayoría. ¿Qué se pretendió, chupar cámara y apropiarse de los méritos del padre atribuyéndoselos a la monarquía que ahora ostenta el hijo? Pero esta monarquía no tiene nada que ver con la franquista restaurada en su día por decisión de Franco.

Recordemos datos esenciales: el general le otorgó a Juan Carlos una monarquía absoluta, es decir, con plenos poderes, al estilo de Felipe II. Precisamente, el mérito del sucesor de Franco fue renunciar a esa monarquía para establecer una monarquía parlamentaria, caracterizada por todo lo contrario: el rey ya no ostenta ningún poder, residenciados en el Parlamento, Gobierno y jueces y tribunales, convirtiéndose en símbolo del Estado: el rey reina pero no gobierna. Juan Carlos fue listo: si no hace esto, hace años que España sería una república. Pero alegrémonos de que lo hiciera porque gracias a ello en España no se vertió sangre al cambiar de régimen. Este es el gran mérito de aquel rey que parece de otra época, pero que dio lugar a esta en la que afortunadamente vivimos.

¿Qué Juan Carlos cometió después graves errores? ¿Quién lo duda? Por eso dimitió, o abdicó en el lenguaje real, no lo hizo gustosamente, se vio obligado a hacerlo. Ese es su debe, pero tiene también su haber. Reconozcámoslo. Un rey con luces y sombras. El hijo lo está haciendo bien, no lo voy a negar, pero no hay que ser mezquino con nadie y menos si es tu padre.

Marta FERREIRA

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