OPINIóN
Actualizado 10/07/2017
Redacción

Escribir de los que no están es, sobre todo, un acto de amor, porque las palabras invocan la majestad sutil de los recuerdos, y uno puede viajar igual que cuando era un chiquillo subido en el carro gris de la memoria rescatando voces y amontonando sombras, salvando miradas que, un día, se disolvieron en el fulgor de una tarde evanescente, una tarde impregnada de una extraña luz: la luz que se sube a espaldas del silencio cuando en el campo oscurecen los caminos y el horizonte se va tornando rojo como un zumo de rosas y nombres derrotados por las banderas insomnes de la historia. Ahora, en este momento, miro a Doroteo y observo en sus ojos esa luz casi violácea. Los pastores sencillos, de alma transparente, todos tienen la misma mirada: un temblor de agua que traspasa las cosas sencillas y materiales convirtiendo en sagrado todo cuanto rozan. En los ojos de algunos pastores duerme un ángel con alas de incienso y lágrimas de nube. Ahora mismo lo hallo en los ojos del pastor que tengo ante mí, mientras me habla de su infancia perdida en el monte, o en mitad de la dehesa, trabajando y pasando miles de calamidades. Su santidad no se halla conectada a la cerúlea liturgia de los rezos, sino al amor que muestra a lo sencillo, a la brisa que bate el cielo de los pájaros levantando siluetas de lluvia, antiguas sombras que, dentro de su corazón, se hacen azules y en mitad del invierno vibran y resplandecen ensanchando el alma apacible del pastor.

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