OPINIóN
Actualizado 08/07/2017
Tomás González Blázquez

Mondragón, en Guipúzcoa, y Ermua, en Vizcaya, están separados por menos de treinta kilómetros. La liberación de José Antonio Ortega Lara, después de quinientos treinta y dos días secuestrado, y el entierro de Miguel Ángel Blanco, tras un secuestro de cuarenta y ocho horas, estuvieron separados por dos semanas. Sobre los sucesos de julio del 97 algunos quieren hoy pasar de puntillas. Recordarlos no es sinónimo de rencor, ni de inmovilismo, sino mera justicia. O por hablar en el idioma de ciertos olvidadizos, se trata de un simple ejercicio de "memoria histórica".

Me pregunto, y no me responderé bajo este cielo, qué sintió Miguel Ángel cuando la Guardia Civil dio en Mondragón con el zulo donde Ortega Lara llevaba más de año y medio echando de menos a su mujer y a su hijo, procurando (con éxito) saber en qué día vivía aunque fuera encerrado en un minúsculo habitáculo, y aferrado a la fe con la oración como escudo. Seguro que habría pedido muchas veces su libertad, que se habría enfrentado sin miedo a los defensores y justificadores del secuestro y que ese día primero de julio amaneció feliz porque la vida y la libertad se imponían sobre el terror etarra.

Por otro lado, a José Antonio le sorprendería el secuestro de Blanco asumiendo el regreso a casa, dando los primeros pasos para superar el trauma, durmiendo mal, acostumbrando el cuerpo al espacio abierto, a la luz del día, a los afectos que añoraba. A su manera, lloraría como lloramos millones de españoles en la cuenta atrás, encendiendo velas que iluminaban el rostro de un joven de veintinueve años cuyo único delito era dedicar un tiempo a los vecinos de su pueblo, Ermua, como concejal. Y rezaría, no renunciaría a su escudo más seguro.

Veinte años no es nada, y es un soplo la vida, pero aquellas hondas horas de dolor seguirán sirviendo si los españoles que no las vivieron conocen su sentido. El zulo donde Ortega fue confinado se rellenó de hormigón. Su húmeda pequeñez, su crueldad de campo de exterminio nazi, ya no podrá mostrar la crudeza del terrorismo etarra a los jóvenes. La tumba de Miguel Ángel ya no está en Ermua. Sus padres decidieron que el hijo descansara en Galicia después de innumerables ultrajes al sepulcro en el cementerio vizcaíno. La ausencia y el destierro. El borrón y cuenta nueva, y el exilio en muerte. Aprendimos como sociedad libre, muchos aprendieron en julio del 97 en la mirada perdida de Ortega y en la nuca atravesada de Miguel Ángel a renegar al fin de una ETA que no era más cruel que en Vic, en Hipercor o en Zaragoza, pero? ¿Desaprendieron ya algunos? ¿Se les ha borrado la blancura de las manos con que enfrentábamos la negra estampa de esa banda de desalmados?

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