OPINIóN
Actualizado 07/07/2017
Luis Marcos del Pozo

Hace ya muchos años que comencé mi carrera dentro de las aulas, primero sentado en un pupitre escuchando e intentando aprender, no sólo los conceptos reflejados en el libro o expuestos por mi maestro (me gusta más que profesor), sino de lo que trasmitían en cada gesto, en cada palabra y más tarde en la esquina de una mesa unas veces sobre tarima, otras en el mismo plano de mis alumnos y algunas en los mismos pupitres que ocupe hacía más de veinticinco años, pero ahora intentando trasmitir los valores que a mí me enseñaron, y por los cuales me he guiado y me guio cada paso que doy en mi vida.

He tenido la grandísima suerte de compartir aula con excelentes compañeros, algunos de ellos después amigos y más suerte de que se cruzaran en mi vida maestros como Alfonso Pérez o Eladio Fernandez Sierra en mi llegada a Salamanca y que saco con paciencia infinita lo mejor de mí y me dio el empujón crucial para convertirme en lo que soy hoy.

El mejor maestro de mi vida me enseñó que hay pocas cosas comparables con la emoción intelectual de ver cómo aprende un alumno. Sentir, vivir el momento dónde se dilatan sus pupilas y su mente se enriquece gracias a ti, es inenarrable. Cuando tu ex alumno establece una discusión contigo de igual a igual, cuando te supera, cuando en su pasada deja entrever que te supera gracias a lo que aprendió contigo, entre otros conocimientos, es el summun de los premios para un docente. Un solo caso justifica muchos años de esfuerzos y sinsabores.

Por desgracia, muchos maestros y bastantes alumnos aún no han tenido la ventura de vivir esa situación. Y hoy en día, no es que se den muy a menudo este tipo de situaciones por infinidad de circunstancias en las que los padres tenemos mucho que hacer y decir.

El Docente no puede mantener en permanente estado de alerta su sismógrafo sensitivo las veinticuatro horas del día. Pero me gustaría recordar algo a los docentes desilusionados, hastiados, pobres en recursos, sin empatía ni reconocimiento social(pobre sociedad), con alumnos pasotas y desidiosos avalados por padres indiferentes, con injerencias políticas permanentes o que simple y llanamente ven como sus fuerzas flaquean al verse delante de unos jóvenes cuyo universo está a años luz: ¡Muy pocos estudiantes olvidan a un gran profesor!

Los grandes maestros dejan un poso que permanece hasta nuestro final. Es una relación de una naturaleza tan singular que el paso del tiempo, lejos de enturbiarla, solo consigue acrisolarla, ornarla y divinizarla.

Me gusta recordar con nostalgia la relación maestro-alumno. Es algo que, desgraciadamente, ya no abunda, pero no quiero ni puedo aceptar que se haya exterminado. Tuve la fortuna de vivirla con el mejor profesor de mi vida.

Eladio se volvía loco por enseñar, era un incontinente del conocimiento. Jamás se sentaba (luego entendí que dar clase de pie, "como los toreros, es requisito imprescindible" para ser buen profesor). Se dejaba llevar por un arrebato didáctico feroz.

Tenía una capacidad extraordinaria para explicar los conceptos y, cuando no los entendíamos, no duplicaba la explicación, sino que le daba la vuelta con metáforas increíbles. Comprendí entonces que las metáforas son imprescindibles para enseñar, porque son una vía directa a la comprensión de lo complejo, e incluso de lo inaccesible.

Y en todo este camino y por supuesto con el apoyo encomiable de mis padres me reafirmaron en la ya aprendido: decir por favor y gracias, respetar a mis mayores, dar mi mano a quien lo necesita, saludar con una sonrisa, querer a la gente por lo que son y no por lo que te pueden dar. Se me enseñó a tratar a las personas como quiero que me traten a mí. A tener valores. Algo no está funcionando.....

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