OPINIóN
Actualizado 06/07/2017
Juan José Nieto Lobato

No quería que fuera así, lo prometo. Llegué al deporte como cualquier chico de pocos años, viéndolo sobre el regazo de mi padre o tirado en el suelo, especialmente en verano, buscando sentir el frío del terrazo. Sin las capacidades de interpretación necesarias para discernir favoritos, estrategias o polémicas arbitrales. Definir un primer momento de conciencia o lucidez sería inventar, aunque sí puedo decir que en mi caso el mérito no fue llegar, sino resistir. Mi afición a la comida reñía muy mal con ser bueno al fútbol, lo que me obligó a mudar mi vocación goleadora por la de portero (lo importante era estar cerca de la portería), cambiar a Butragueño por Buyo como ídolo a imitar.

Pero disfruté mucho haciéndolo. Como luego lo hice jugando al baloncesto, al frontón, al badminton o incluso al golf, contra todo pronóstico, ante la incredulidad de mis padres. Por cuatro perras, no se crean. El caso es que el deporte me ha deparado las mejores horas de mi vida, me ha permitido conocer a muchas personas que merecen la pena y olvidar muchas de esas jugarretas que de vez en cuando nos gasta el destino (llamémoslo así). Sin embargo, repasando la hoja de servicio como autor de esta columna compruebo que he caído en vicios propios de un cínico, en la amargura de quien hace tiempo enfermó de nostalgia y, como es lógico, ya no quiere curarse.

En los dos años y medio que llevo citándolos semanalmente he denunciado la corrupción en las altas esferas del deporte, los amaños de partidos en el tenis, la progresiva banalización de los contenidos tratados en los medios, el empobrecimiento de los valores que rodean el juego, la sumisión de una ciudadanía que asiste atónita a la decadencia que se impone en todos los órdenes de la sociedad, también en este. Sin pretenderlo he hecho buenas las palabras de Pier Paolo Pasolini cuando definía el deporte como como una evasión fatal y estúpida en conjunto, aunque bastante humana.

Localizando el foco en las ciénagas del deporte llené de letras negras este universo paralelo que es la red. Llené de fango un campo ya de por sí embarrado, un terreno que me envolvió en un pesimismo del que hoy quiero escapar recordando aquellas entradas en las que puse en valor la labor arbitral, el auge de deportes minoritarios como el ajedrez, el patinaje artístico o el snooker, la actuación heroica de ciclistas o alpinistas, también la de esos entrenadores que hasta el último día de su vida se permiten dedicar un rato del día a llamar a alguno de sus ex jugadores para ver cómo les va. Recordando y prometiendo que en las próximas citas habrá merecidos homenajes a quienes nunca se rinden, reconocimientos sinceros a quienes se dedican de forma altruista a educar a través del deporte, luz sobre todas aquellos gestos que nos hacen mejores como especie, que destruyen fronteras y barreras artificiales. Casos como, sin irme demasiado lejos (mi club), el del Campus del C.B. Tormes, un ejemplo de trabajo inclusivo y valoración positiva de la diversidad al que Eugenio Sánchez le dedicó, él sí, la siguiente columna.

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