OPINIóN
Actualizado 03/07/2017
Redacción

Por regla general, las heridas producidas en los enfrentamientos entre el Estado y un grupo armado opositor, cuando ese conflicto no termina con la derrota total de los terroristas, suelen ser de muy mala cicatrización. La experiencia demuestra que los acuerdos de paz firmados al cesar las hostilidades convierten en "civilizados" a unos "militarizados" que no acaban de adaptarse a su nueva situación. Algunos llegan, incluso, a enrolarse en organizaciones democráticas desde las que siguen odiando a ese Estado que no pudieron someter con la violencia. Puede que no vuelvan a empuñar las armas, pero tampoco condenarán nunca a quien siga empleándolas.

El ejemplo lo tenemos en casa. Los diferentes grupos terroristas que hemos padecido en España nunca han reconocido su derrota ante el Estado ?ETA tampoco-. Ninguno ha entregado voluntariamente TODAS las armas, nadie ha pedido perdón a las víctimas, y los que, a pesar de su procedencia, ostentan representación popular nunca apoyan con su voto las iniciativas gubernamentales tendentes a combatir o condenar conductas violentas. Hemos sacralizado en tal grado la libertad de expresión que todo lo que no sea colaborar con quien empuñe las armas está permitido, por canallesco que pueda parecer. El reparo mutuo que pervive entre el Tribunal Supremo y el Constitucional está facilitando la semi-impunidad con que se mueven todos los que presumen de menospreciar a las víctimas y jalear a los ofensores.

El 29 de agosto de 2016, el presidente de Colombia y las FARC convinieron un alto el fuego que debería ser refrendado por los colombianos en referéndum celebrado el 2 de octubre. Por estrecho margen, los colombianos votaron NO al acuerdo tomado en La Habana. Si después de 50 años de lucha, con más de 200.000 muertos y 6 millones de desplazados, la población rechaza esa paz, las razones tienen que ser de peso. Y lo eran. En primer lugar, los colombianos opinan que las FARC sólo son uno de los grupos armados que pelearon contra el gobierno; el ELN y las bandas de narco guerrilleros que asolan los pueblos del interior no han depuesto las armas. Además, en el farragoso acuerdo de alto el fuego se dictaminan de forma minuciosa una serie de medidas que podíamos calificar como de carácter social ?reforma social, solución al problema del cultivo ilícito de la coca y resarcimientos a las víctimas del conflicto-, otras de índole más política ?seguridad para poder reincorporarse a la vida política, asignación garantizada de escaños previa a las elecciones, forma de entregar las armas, etc.-, pero ni una sola palabra de responsabilidades.

Ante la sorpresa del rechazo ?que no significaba renunciar a la paz-, se reanudaron las negociaciones y se firmó un nuevo acuerdo final el 12 de noviembre del mismo año. La nueva redacción difiere tan poco de la anterior que únicamente, debido al clamor general, introduce claras llamadas de atención a la reparación de las víctimas, aspecto que se ninguneaba en la redacción primitiva. La ONU es la encargada de expedir a cada uno de los guerrilleros que entregue su arma un certificado que sirva de salvoconducto para ingresar en la legalidad y, a la vez, le facilite la posibilidad de afiliarse a un partido político. Se establece en el nuevo acuerdo la creación de una jurisdicción especial para la paz que se encargará de estudiar, uno por uno, las posibles responsabilidades de los combatientes en su actividad guerrillera. El desarrollo de la normativa relativa a estos tribunales está tan en el aire, y presenta tanta demora, que nadie confía en su efectividad.

Su empeño por entregar sólo la mitad del armamento, la ausencia expresa de cualquier referencia al arrepentimiento y el perdón, unido al dilatado empleo que del narcotráfico hacen no pocos movimientos terroristas para poder subsistir, hacen que, hoy por hoy, el pueblo colombiano no se muestre tan optimista como alguna propaganda internacional quiere proclamar. El tiempo nos dirá si las armas que faltan volverán a ser usadas algún día en la selva colombiana. Ojalá nos equivoquemos.

Por desgracia, esta película ya la hemos visto en España. Organizaciones terroristas que basaron su lucha en el terror, llevándose por delante la vida de muchos inocentes, que no dudaron en acudir a la extorsión, el atraco y el secuestro para garantizar su subsistencia, se negaron una y otra vez a deponer las armas y someterse a la acción de la justicia. Solamente, cuando el conflicto se prolongó más de lo esperado, sus asesinos acabaron en las cárceles y sus objetivos se alejaron más, entonces si accedieron a entablar negociaciones con el Estado, sin ningún asomo de arrepentimiento, insistiendo en no entregar todas las armas y, sobre todo, exigiendo la impunidad de todos sus miembros, incluidos los presos. Algunos compañeros de viaje están ya en cargos electos.

Lo triste del caso es que siempre hay algún político dispuesto a sentarse, de igual a igual, a negociar con los terroristas -casi siempre negándolo- Otras veces se dedican a negar un homenaje a las víctimas, a pesar de tenerlas entre sus propios compañeros. La paz adquiere su máximo valor cuando no se disfruta, pero también se padece cuando se alcanza a cualquier precio.

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