Quedan tres meses para que el GRAPO, no confundir con los GRAPO, atente contra la democracia. Contra ella se puede atentar incluso con urnas, y no sería la primera vez que pasa. Basta con mentir unos meses, disponer unas mesas y enardecer a unas masas. Ayuda maleducar unos años y exagerar unos daños, incluso sirve para que te perdonen evadir unos cuantos misales y desmantelar algunos hospitales. Así atenta cualquiera.
Seguir el culebrón catalán tiene mérito y confieso que no me hallo entre los capaces de soportarlo. Si algún día los independentistas logran su objetivo no será votando, ni escondiendo bajo una estelada el botín de los Pujol, ni colocando falsas rosas de Sant Jordi en las pistolas de los Mossos, ni peinando heroicamente a Puigdemont, ni con un gol de Guardiola que deshaga los empates a 1515 en los festivales de la CUP, sino por puro hastío, tedio y aburrimiento de los que todavía creemos en la soberanía nacional consagrada por la Constitución de este reino llamado España.
El GRAPO ha visto claro que no hay mejor ley de transitoriedad que eternizar su victimismo, que la receta para tapar su insignificancia internacional consiste en aumentar la dosis de parafernalia y que la palabra democracia suena mejor que la palabra ley en los oídos de los acomplejados ante la palabra España. Por la ley y a través de ella las democracias se reforman, se decantan y se deciden. Es su derecho a decidir en certidumbre y seguridad, es decir, en libertad verdadera. Sin la ley y contra ella no hay ya democracia, sino la viga del autoritarismo que no se percibe en el ojo propio pero se denuncia como astilla en el ajeno. La democracia no se sustenta en las urnas, sino en las leyes que las sostienen. Violentar las leyes, tomar otro camino diferente al que las propias leyes estipulan para su reforma, llena las urnas de papel mojado sobre el que se habrán garabateado burdas mentiras.