En la última remodelación de su gobierno, a finales de 2016, el presidente Mariano Rajoy no ha nombrado ningún Ministro ni Secretario de Estado de Asuntos Religiosos. Ni siquiera un Director General que afronte con altura de miras la pluralidad de confesiones y credos religiosos que se anuncian para los próximos años. No tenía que ser necesariamente católico, protestante, musulmán o judío, tenía que ser un profesional competente y sensible para gestionar, administrar y coordinar la pluralidad de altares de la ciudad secular.
Aunque el gobierno haya perdido la oportunidad de ejercer el liderazgo en estas cuestiones, desde la sociedad civil debemos estar preparados para afrontar la coexistencia de una pluralidad de confesiones, creencias y actitudes religiosas en contextos sociales aparentemente secularizados. Y subrayo el adverbio "aparentemente" porque los procesos de modernización y digitalización de las sociedades están siendo menos beligerantes con la religión de lo que diagnosticaron los profetas de la secularización. En este sentido, debemos agradecer la honestidad con la que algún sociólogo como Peter L. Berger ha revisado los diagnósticos sobre la secularización que realizó el siglo pasado.
Aunque recientemente se ha traducido su obra The Many Altars of Modernity. Toward a paradigm for Religion in a Pluralist Age (con el título Los numerosos altares de la Modernidad, Sígueme, Salamanca 2016), Berger revisó sus planteamientos en un trabajo anterior que llevaba el significativo título The secularization of the world, donde analizaba el resurgimiento de la religión en el mundo político. Una revisión que no se produjo después de los atentados del 11S del año 2001, sino en el año 1999. Con ello, la edad, era o tiempo de la secularización tiene que ser sustituida por la edad, era o tiempo del pluralismo.
Como ya señalé en mi libro Ciudadanía activa y religión (Encuentro, Madrid 2012), esto no significa que tengamos que olvidarnos de la secularización en los análisis de las identidades múltiples del ciudadano moderno, significa que debemos plantear conjuntamente ambas categorías: religiosidad y secularidad. La frágil, vulnerable y líquida identidad del ciudadano moderno también está estructuralmente abierta a la trascendencia. La fe y la secularidad no son categorías excluyentes para el ciudadano moderno, por eso las ciencias sociales deben buscar paradigmas que en lugar de simplificar y separar sean capaces de distinguir, diferenciar e integrar.
El ciudadano del siglo XXI ya no se relaciona con la religión de la misma forma que el ciudadano de los siglos anteriores. Vive en contextos parcialmente religiosos y parcialmente secularizados. Si antes la articulación de la identidad era más fácil porque vivía en sociedades más cerradas, ahora la articulación es más compleja porque vive en sociedades abiertas, complejas y dispersas. En la arena de la secularidad gestiona su fe como una opción libre, como un riesgo confortable y sin la menor nostalgia de las alianzas que mantenían el trono con el altar.
Esta coexistencia de creyentes, agnósticos, ateos, increyentes o personas indiferentes a la creencia religiosa no es fácil de gestionar, administrar y dirigir en términos políticos. Y las dificultades no proceden de la propia sociedad civil sino de los cuadros de los partidos políticos y de los altos funcionarios de la administración del estado que no están capacitados para afrontar la relación entre ciudadanía e identidad, gobernanza y bien común, políticas públicas complejas y jerarquías de valores. No es un problema de patriotismo constitucional o de simple ciudadanía política, tampoco de cosmopolitismo o tradicionalismo. Es un problema de sensibilidad, de conocimiento y, sobre todo, de justicia social. El hecho de que los poderes públicos tengan que ser imparciales en el diseño y aplicación de las políticas públicas no significa que tengan que ser neutrales desde el punto de vista ético, social, político, cultural y religioso.
El desafío ético y político no está en la pluralidad de altares (supervivencia) sino en el pluralismo complejo (coexistencia), es decir, en la articulación de la pluralidad de opciones religiosas, morales o culturales en un marco dinámico de convivencia común (convivencia). El nuevo paradigma tiene que afrontar un doble pluralismo: la coexistencia de religiones diferentes y la coexistencia del discurso secular y el discurso religioso. Desde la sociedad civil y los foros de investigación (excluidos en los programas oficiales de I+D+I y el europeo Horizon 2020) es necesario zarandear a los responsables de liderar las políticas públicas para que despierten del sueño dogmático de un fundamentalismo tecnocrático políticamente correcto. Esperemos que algún día despierten las administraciones públicas y los presidentes de los gobiernos, aunque sólo sea para desmentir la afirmación de Jim Walis sobre las religiones en la política cuando dice: "la derecha lo entiende mal, la izquierda no se entera".