Enjuago mi asco en la ocre soledad que hace unas horas abrigó mi espíritu. Que lánguido y espeso era el silencio entre los elegantes eucaliptos. Dejé mi asco hilado al horizonte, al resplandor de la lejanía. Qué hartazgo de escuchar la corrupción atada como un perro a un hemiciclo. Mi corazón sentado entre las ruinas era un murmullo ciego y cristalino. Cansado y asqueado de vivir, por un instante regresaba al útero, al vientre enamorado de mi tierra. La luz cosía el temblor de los espliegos, la lentitud feliz de los tomillos.
Alejandro López Andrada