Cuando era pequeño, a finales de los cuarenta, íbamos algunos veranos a Villarramiel de Campos un pueblo palentino. Allí nació mi madre y allí tuve ocasión de conocer a parte de mi familia. Mi abuelo Andrés tenía una curtiembre y aseveraba con su profesión un dicho muy corriente en el pueblo: "En Villarramiel todos son pellejeros hasta el cura también". Era un pueblo próspero y dinámico, hoy lo habitan tan sólo unos cuantos viejos. Pues bien, el pellejero de mi abuelo era un hombre serio y cariñoso, de pocas palabras y muchos refranes tal como se espera de un buen castellano. La enorme casona en la que vivían mis abuelos, la fábrica y los corrales se antojaban a mis ojos infantiles como castillo de inmensas proporciones. Mansión que nunca me cansaba de explorar. En otra casa del pueblo vivía mi tío Mariano con sus dos hijas. A él le debo el gusto que siempre he conservado por los relatos. En efecto, casi todas las tardes le acompañaba en sus paseos vespertinos por la carretera. Tenía un aspecto imponente con su barba encanecida, corbata, sombrero y bastón de empuñadura plateada. Me contaba maravillosas historias de su pasado, cuando cazaba por tierras africanas. Años después me enteré que nunca había pisado tal continente y que sus mayores trofeos cinegéticos se reducían a las liebres y perdices del entorno. No le guardo el menor rencor por ello. Al revés, le agradezco su imaginación desbordante que tanto me hizo disfrutar. Sin proponérselo me enseño, cual juglar, a gustar de la literatura. A gustar del relato, del cómo se cuentan los "hechos" y no de su historicidad. Una historicidad, por lo demás, siempre ambigua, a veces mendaz y siempre incierta. La emoción que me causaba sospechar, que detrás de ese matorral se escondía un tigre o un leopardo nadie me la podrá ya quitar. También tuve la ocasión de conocer a un primo de mi madre muy viajado e instruido. Más tarde coincidí con él, un par de veces, en mi juventud salmantina. Felipe estudió primero Filosofía y Letras y luego Geología en Madrid. Se doctoró en Alemania y allí conoció a una joven jueza con la que se casó y tuvo tres hijos. Su vocación era la de poeta y por ella renunció a los minerales y a las piedras. Hizo muy bien. Su seudónimo, su nombre de guerra, fue el de Felipe Boso y se hizo un lugar destacado entre los poetas visuales europeos. Poemas ideográficos, juegos de letras y sílabas, grafía de distintos tamaños, tipos y usos de la imprenta emborronaban, emborronan, las páginas en blanco de sus poemarios. Páginas, por lo demás, que se transforman en territorios insulares que piden ser descubiertos. Por ejemplo, la "lluvia" la escribía con una "i" boca abajo con el punto cayendo como una gota de agua. Era un hombre singular. A su vez, uno de los mejores traductores de poesía alemana que haya habido; en concreto, de mi admirado Paul Celan. También escribía poemas discursivos. Llegados a este punto no puedo sustraerme a la necesidad de trascribir alguno de ellos. El titulado "Uno y trino" dice: "Yo soy/Yo eres/Yo es/Yo soy/Tu soy/Él soy. ¿Habrá alguna otra forma de describir, en una corta línea y con tal profundidad, el magma humano al que pertenecemos? "Yo estábamos" se le ocurrió decir a un amigo, muy amigo, salmantino después de leer ese poema. Me conmueven, me emocionan esas dos palabras. Me hacen sentir número, tropa o especie Sentirme despojado de una mochila con iniciales, de un cartón colgado del cuello, de un pasaporte, de un carnet de identidad, de apellidos y nombre. Pienso, que al final la suave brisa del tiempo hará de las montañas valles y de las historias sagas. Sagas, por fin, de los yoel y no de los yoes. En el año 2009 Felipe Boso fue declarado Hijo Predilecto de Villarramiel, se le dedicó una calle y se descubrió una placa conmemorativa. El Norte de Castilla informaba también, que junto a la placa y unas flores se colocaron algunos trabajos escolares.