OPINIóN
Actualizado 15/06/2017
Juan José Nieto Lobato

Me cuesta digerir la cantidad de columnas de opinión que siguen a una victoria de Rafael Nadal. Me sorprende la gracilidad de las plumas de articulistas de toda procedencia tratando de desarrollar teorías sobre la capacidad de sufrimiento y los valores del jugador manacorí. Entre otras cosas porque esas mismas plumas reconocen lo inefable de sus hazañas, de todo lo que hay detrás de cada uno de los Roland Garros, de las múltiples resurrecciones de este Lázaro del tenis. Aun así celebro que acapare la atención mediática, que abra telediarios y pueble los muros de Facebook de mis amigos. Aunque en la comparación todos llevemos las de perder.

Rafael Nadal Parera pone el listón de la exigencia demasiado alto, unos cuantos metros por encima de donde lo dibujó metafóricamente su tío mientras lo entrenaba siendo niño. Muy lejos del techo, bajo y asfixiante, en que crece el ciudadano medio por mucho ascensor social que pretenda ser la educación. En la atmósfera del cuarto de un niño de provincias, o de una barriada de Madrid o Barcelona, el oxígeno y el nitrógeno conviven con toda una serie de sustantivos que actuarán como frenos a cualquier vano intento de volar. La pobreza y el conservadurismo asociado impiden maniobras heterodoxas, cabriolas vitales que no conduzcan por el sendero recto.

Lo mismo sucede en los domicilios de clase media, equipados, estos sí, con todo lo necesario para entrar en contacto con la latitud más remota que se nos pueda imaginar, sin condicionantes económicos que puedan funcionar como excusa. En ellos se instala, quizá a través de los sistemas de aire acondicionado o los equipos de música último modelo, otro virus si cabe más peligroso: la pereza. Numerosos seres de clase media, instruidos desde pequeños en la especialidad de su existencia, incurren en los pecados veniales de la desidia o la autocomplacencia. Quisieran ser los número uno del tenis, de la arquitectura o la literatura, pero ponen por delante el gustirrinín de los cinco minutos más en la cama, las ventajas de la vida en comunidad o las múltiples formas de perder el tiempo que han surgido en la última década.

Nos damos de bruces, por lo tanto, con un ídolo situado en otra dimensión del espacio, instruido en valores muy diferentes, con capacidades sobrehumanas no para correr, saltar y lanzar, sino para superar fracasos, decepciones y contrarrestar los vicios que tan alegremente hemos adquirido los demás. Lo necesitamos, igualmente, para alimentar nuestras tardes de domingo: es mucho mejor ver un partido de Rafa Nadal que dormitar en el sillón sin mayor propósito. España necesita a Rafael Nadal para vender un relato que no se corresponde con la realidad a pie de calle, con la banalidad de las charlas de café, con la pobreza intelectual de los debates parlamentarios o las tertulias universitarias; con la precariedad institucionalizada. Con los cinco minutos que se concede a sí mismo un redactor de artículos de opinión antes de levantarse a escribir otra vez lo mismo que escribió hace diez años tras la primera victoria del balear en Roland Garros. Lo que no puede ser contado.

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