Que el terrorismo busca el establecimiento permanente de una sensación colectiva de temor que propicie la renuncia al ejercicio de la libertad, es una máxima declarada que nadie pone en duda y que en los últimos tiempos se ha visto explicitada y puesta sangrientamente de relieve por la abundancia de atentados terroristas cuyas formas y características (entornos urbanos muy concurridos o lugares turísticos, aprovechamiento de fiestas o celebraciones, "sencillez" en la ejecución ?atropellos masivos, acuchillamientos indiscriminados, ataques a martillazos...-), han conseguido instaurar en el imaginario colectivo ?y en la psique social- una sensación de inseguridad que sin duda altera el normal desarrollo de la cotidianidad, condicionando tanto la intención individual de movilidad como la organización colectiva de eventos. Cualquier mente despierta sabe que contra ese logro del terrorismo, es preciso luchar indesmayablemente antes de que la inacción y la parálisis convierta el hábito en miedo. Pero que un gobernante, como la primera ministra británica Theresa May, declare que está dispuesta a sacrificar por decreto parcelas de libertad para aumentar las de seguridad frente al terrorismo, es una aberración que no sólo le hace directamente el juego a las intenciones terroristas y al miedoso tembleque de la cobardía, sino que transparenta con prístina claridad la naturaleza mental de raquítica convicción democrática, no sólo de la susodicha primera ministra, sino de muchos otros gobernantes ?qué cerca, de nuevo, el maloliente plagio fascistoide-, que con su silencio bovino, su implícito aplauso y sus belicistas índices de alerta ante esa brutal propuesta de cambio de libertad efectiva por seguridad posible, vienen a retratarse como los charlatanes liberticidas que ya sabíamos que eran, pero cuya verticalidad política venía manteniéndose, más o menos, a base de palabrería.
La respuesta al terrorismo, como la respuesta a cualquier fenómeno o acto que amenace un modo de vida comúnmente aceptado o unas dinámicas sociales mayoritariamente asumidas, y que, sobre todo amenace la libertad de las personas, debería enfocarse apuntando justamente en la dirección contraria a la que la ínclita May y su coro de silenciosos colegas proponen. El recorte de las libertades públicas, como el derecho de reunión, de asociación, de residencia, de expresión, de culto o de opinión, por citar sólo algunos fundamentales para el ejercicio de la libertad, ha de ser siempre evitado, y en cada ocasión en que son atacados o puestos en cuestión, ser fuertemente potenciados y reafirmados, no sólo con ampulosas declaraciones de principios y verbales defensas numantinas de los valores democráticos, sino con la acción directa de potenciación de las libertades, que al ser reafirmadas y puestas en práctica como fundamentos de la convivencia, subrayen ésta como valor, dejando en evidencia, por diferenciación clara, la perversidad de sus contrarios.
A esa errónea respuesta al terrorismo que es la compra inconcreta de cotas de seguridad al precio de las concretas libertades públicas, contribuyen y mucho unos medios de comunicación ?todavía los llamamos así, sin saber por qué-, que tratan las noticias de atentados terroristas como una suerte de escándalos sociales que precisan parafernalia mediática al uso, desplazamiento de corresponsales, filmaciones del lugar del crimen, entrevistas con testigos y con deudos de las víctimas, llantos, lamentos y otros materiales del amarillismo mercantil que contribuyen, magnificando el suceso por mera extensión, a remachar esa sensación de inseguridad contra la cual muchos ciudadanos, demasiados, estarán dispuestos a aceptar las amputaciones a su libertad ?envenenados caramelos del conformismo y el miedo-, que gobernantes como May les ofrecen, pero cuyo dulzón llamado a la quietud es siempre la intención primera de cualquier atentado terrorista.