El dialecto leonés fue un habla rancia y castiza de nuestra tierra salamanquina. Desde su cuna, desde sus balbuceos, desde el momento en que soltó el andador latino, su evolución fue lenta, como transcurría, en aquellos tiempos, con todas las cosas. Y, con esas hechuras, se ha conservado, hasta que el certificado de estudios primarios entró en las escuelas.
Y vamos a recrearnos un rato con aquellos atardeceres, porque la mejor cultura no se encuentra siempre en los libros ni en los manuales, sino en el pueblo hablante; la cultura de los textos bebió de la fuente sabia de la gente sencilla, de su forma de decir las cosas y de su forma de relacionarse con el otro y con su entorno, para fortalecer, así, la información y la comunicación, hasta que lo urbano se hizo prepotente e impuso su ley.
"Andai anca la agüela a darla un poco de guerra". Nos sentamos a la lumbre a su vera, y, al vernos tan inquietos, nos espetó: "no aciguáis un instante". No paráis. No os estáis quietos un momento. Y hablamos. Siempre nos gusta parlar con la agüela, pero, antes, nos recomienda que dejemos los achiperres en el escaño; y mientras, hablaba con nosotros, nuestra agüela adreaba las perneras del pantalón del agüelo. Mi hermano la contaba que, siempre, que marchaba del pueblo, le daba un ansión muy grande, que se ponía muy triste y se llenaba de nostalgia.
Este muchacho, -soltaba-, es todo aparente a su padre: en los ojos, en los andares y en los asparavanes, que le entran sin termeño.
Nos quedamos a comer con ella y, mientras repartía la comida con el cazo, mascullaba entre dientes: con tantos apartijos, se escalducia la comida, no luce.
Y mi abuela, aunque era muy buena persona, tenía su aquél, no se la arrugaba el "ombrigo asín como asín", e imponía su firmeza a la hora de tamar los conflictos familiares, que la traían las hijas.
Estaba un poco preocupada, porque la viga maestra de la techumbre se había abangao, y temía se hundiera el tejado; pero, a nosotros nos encantaba que nos contase cosas de su juventud y, sobre todo, de cómo lo pasaban en la fiesta del pueblo:
"El día de san Roque, tas las amigas nos acostábamos juntas, ni dormíamos ni ná. Nos quedábamos ancá la tía Manuela, tumbás en el suelo con la enagua y la atadera pa adelantar más por la mañana. En los incierros tos los toros corrían lo mesmo por las tierras que por el pueblo. Los toros corrían sin tino; al que podían apañar, lo sacudían, y los mozos se acobijaban donde se terciaba. Cuando alguno se colaba por el pueblo, tocaban las campanas a toro suelto. Nosotras, cuando venían los cabestros, nos acobijábamos en la metecasa con alto miedo. Y cantábamos al son de la charrá".
Es cierto que el habla va tomando derroteros, que, en algunos casos rompe con la norma, que dicta la RAE. Se estudia más y se lee más, pero este conocimiento no se traduce, en muchas ocasiones, en nuestra habla. Nos dejamos contagiar por la epidemia descuidada del ambiente, y obramos inconscientemente. Oímos expresiones tan descabelladas como: "María vive encima nuestro"", o "Pedro se pone delante mío o detrás tuyo, reemplazando los pronombres personales (nosotros, tú y mí), por un determinante posesivo, cuya función es precisar el significado del nombre, y no nos inmutamos ni advertimos del error, del daño que se está causando a la pureza de nuestra lengua. Igual sucede con el uso de perfecto simple y compuesto, en el que entra en juego el precedente de si la acción se realiza en un tiempo pasado, o aún el tiempo real sigue su curso. Si "ayer" finalizó, debemos utilizar el prefecto simple; y, si el tiempo, aún no ha terminado, el compuesto. "Ayer, visité a mi madre", "hoy, aún no he comido".
Y no hablemos de los jóvenes, que con las modas de los móviles han mutilado todo el léxico, y las voces aparecen desbrozadas, descuartizadas, igual que el deshilado de sus pantalones.
La lengua es viva, pero tiene una estructura que hay que respetar.