Como quien pone un espejo, del que no espera deformaciones, y trata de mirarse a sí mismo sin contemplación alguna. Con frialdad incluso, con perfeccionismo. Sin asustarse de lo que se pueda encontrar, pero sin necesidad de entrar en psicoanálisis tortuosos, ni en complejos atávicos de los que apenas puedan quedar vestigios. En realidad apartando el yo en la medida que se pueda. Ese obstáculo que impide ver tantas certezas y valorar con mesura la escurridiza verdad que nos rodea, con sobriedad tal vez.
Hay algo de eso en salir de una isla, de un mundo interior y que se cree autosuficiente, de los amparos cotidianos, y abrir bien los ojos para no dejar nada sin observar de todo lo nuevo que uno encuentra. Esa sosegada pasión por conocer lo que era lejano y que ahora se tiene alrededor, como en un sueño.
Tratar de descifrar códigos ajenos, con el esfuerzo tranquilo de ponernos en el lugar de los otros, de quien sueña también como uno mismo, quizás sueños entrelazados. Y expresarlo con palabras llanas, que a veces se encabritan y no se dejan dominar, y no se entienden, si no es como simple musicalidad a veces coja, casi siempre insuficiente.
El lenguaje no podía ser más que reflejo de las limitaciones de la misma vida. Se quisiera ir más allá sin perder todo lo bueno que se ha ido amontonando con las experiencias múltiples que animan el recorrer diario. Traspasar, como Alicia, pero no encontrar todo al revés, sino llevar con uno la ínfima carga de los tesoros obtenidos y saborear los nuevos aromas que las combinaciones de signos convenidos consigan ofrecer en una nueva composición recreada.
Y así alguna vez resplandece la leve brasa, casi sin querer, se aviva una apagada fiesta para los sentidos, sólo para uno mismo, moderada, porque todo aspaviento puede ser derrota, toda luz puede oscurecer el misterio que deja entrever la penumbra.
No es canto de triunfo, aunque se desee, sino pobre estrofa improvisada, que surge a borbotones buscando una simple vía para interpretar el mundo. Aunque la revistan colores pálidos, o se oculte tras falsos oropeles, no es más que un modesto intento de continuidad, de normalidad, de pervivencia.
Se concentran en la gota que cae los cien minerales de una estalactita, que a simple vista no se aprecian, sino como polvo cansado y condenado a vagar por estas líneas sin brillo y hasta sin propósito.
¿Será puro egoísmo? Esta es la respuesta probable en este mar de dudas. El yo que tan sutilmente se había apartado, se disfraza y reaparece en escena para intervenir en un cameo no pedido. Y no nos abandona. En verdad es el relicario que contiene esa pequeña gota, que se deja escapar de vez en cuando para formar un sinuoso rastro. Un camino que algún día debería servirnos para regresar a la lejana línea de salida, que en realidad siempre tenemos por delante.