Hoy sé que el dolor de espalda no es una cuestión fisiológica ni menos aun neurológica. Es un símbolo inequívoco de quienes tienen alas y no las usan. Poseer alas, unas extremidades corporales que incomodan demasiado cuando están ociosas y cuya inactividad genera una especie de atrofia muscular que termina suscitando un malestar que se hace crónico, es una relativa rareza en la naturaleza. El dolor que produce su letargo llega a ser de tal calibre que apenas se alivia con analgésicos porque, dicen, afecta al alma. Con independencia de tratamientos médicos específicos, se aconseja reposo así como higiene postural, y parece que el único ejercicio que lo atempera es cierto estilo de natación y una gimnasia muy específica, o? volar. Para ese género de personas no hay terapia aceptable que valga. Solo un tipo de vida errático, de desplazamientos constantes, de volatilidad permanente, pareciera ser su razón de ser y, con ello, la satisfacción de su equilibrio fisiológico. Volar a cualquier destino sin importar el sentido, sin inquietar el mero camino.
En el parque, el bullicio de la tarde del domingo no logra distraer la majestuosidad del pruno elegante que compite con media docena de castaños y otros tantos tilos que junto a unos viejos álamos rodean la explanada en cuesta tapizada de césped. El sol primaveral juega con las tonalidades de verde luminoso de las copas frondosas que recortan su grandeza en un cielo con nubes caprichosas. Nadie repara en la paloma agazapada en un rincón del seto, ni menos aun en su ala rota. Su imagen desoladora de incapacidad terminal es un brutal contrapunto frente a los niños que corretean tras una pelota y los mayores que conversan sentados en los bancos o pasean sosegadamente mientras otros juegan a los bolos. La paloma morirá en la noche y su ala quebrada es el anuncio, un reclamo que se convierte en el propio epitafio por unos instantes. No habrá más vuelos, ni refriegas en la bandada y menos aun escarceos por la disputa de las semillas.
Hay una extraña coincidencia doble en la existencia de estos seres alados tan diferentes. Las alas les permiten vivir en libertad, pero también son un antídoto a la soledad que les asfixia todavía más cuando estando acompañados necesitan volar. Son seres raros que hacen ingrata la existencia de quienes les acompañan, pues no les entienden; que repudian la atadura del cumplimiento de supuestos compromisos. Que les duela la espalda o se les quiebre un ala es lo mismo a fin de cuentas. Agonizan lentamente y son abandonados por quienes les acompañaban hartos del sinsentido de su comportamiento que se dice egoísta. Son seres inservibles, enajenados, a la espera de que llegue la noche, como la paloma en el parque, o la excusa para cambiar de aires cuando el dolor de espalda resulta insoportable. En ambos casos son conscientes de que sus alas, reales o imaginadas, son más que una esperanza, constituyen el recurso en que se apoya su supervivencia.