El cuerpo de nuestras ciudades son sus monumentos, sus plazas, sus calles? pero el alma son sus gentes, los hombres, mujeres y niños que cada día bailan entre sus pliegues la danza de los quehaceres cotidianos: ir y venir al trabajo, al mercado, al colegio, de tiendas, de fiesta, de visitas? pero desde que a los ayuntamientos les entró la fiebre de peatonalizar todas las calles, absolutamente todas, lo que han ganado en belleza, lo han perdido en alegría, en ritmo, en vida. Los centros históricos de algunas de nuestras ciudades son ya, y así acabarán siendo todas, museos que visitan los turistas los fines de semana, en cuyas plazas principales, los ayuntamientos, entre otras organizaciones, organizan eventos de toda índole para entretenerlos. Dicen algunos que esta es de las cosas que más critican los ciudadanos y que después más agradecen. Supongo que esto tiene una explicación muy antigua: los ciudadanos, nos guste o no nos guste, al final tenemos que adaptarnos a todo. ¡Qué remedio! ¿A quién puede gustarle una ciudad sin alma?
Es cierto que los problemas de hoy exigen cambios para resolverlos, pero recurrir a estas soluciones me parecen cosas de otros tiempos, cuando se construían murallas para separar unas clases de otras y una vez por semana se abrían las puertas para que las más bajas acudieran a los mercados para abastecer con sus productos a las más altas.
Por esto, cuando paseo cualquier día de diario a media tarde por cualquiera de las ciudades ya peatonalizadas al completo y me encuentro con calles anchas, sin aceras, sin coches, pero vacías de gente, me pregunto si no será ésta la versión moderna de alzar murallas, porque eso sí, en el centro de nuestras ciudades se siguen construyendo viviendas al alcance solo de los privilegiados, de los que los fines de semana pueden marcharse a sus chalés de lujo para huir del mundanal ruido.