Al parecer, no es verdad que en una democracia todos los votos sean iguales.
Mariano Rajoy ha concedido al Gobierno vasco 1.400 millones de los 1.600 que le pedía Íñigo Urkullu para mejorar el cupo fiscal de su comunidad autónoma. Todo, a fin de conseguir el voto favorable de los cinco diputados peneuvistas al proyecto de Presupuesto.
O sea, que el voto de cada parlamentario nacionalista vale de 700 a 800 millones de euros más que el de los otros. Si tenemos en cuenta, que el representante de Nueva Canarias, Pedro Quevedo, ha pedido otros 850 millones suplementarios para las islas, algunos votos positivos vienen a salir a 800 millones por barba (o barbilla).
Esto viene a certificar el imperio de la desigualdad. O lo que es lo mismo, los antagonismos regionalistas o territoriales entre unos y otros. Y la ventaja que otorgan a quienes los protagonizan.
Un ejemplo más, dentro, esta vez, de partidos con la misma ideología: Aragón y Andalucía están enfrentados a la Comunidad Valenciana porque las primeras defienden el corredor central frente al corredor ferroviario Mediterráneo, que prioriza el Gobierno regional de Ximo Puig. Ya ven qué cosas.
Otro tanto ocurre en algo tan sintomático como las primarias socialistas: en vez de que se distribuyan los avales de militantes sin discriminación territorial, resulta que Susana Díaz predomina en el Suroeste y Pedro Sánchez en el Nordeste. ¡Ah!, y Patxi López, faltaría más, en Euskadi.
O sea, que, de igualdad, poca, y de diferencias territoriales, cada vez más.
Habría que retrotraerse a la Primera República, en 1873, para ver espectáculos parecidos. Y, aun así, gracias a una serie de síntomas a cuál más inquietante, el actual movimiento centrífugo político supera a aquel en la escala Richter y en cualquiera otra.