A la absolutamente ridícula costumbre de los televisivos mensajes navideños de los presidentes de las comunidades autónomas, que se añaden imitando al no menos sobrante del jefe del estado, que ya es bastante vergonzoso en su sonrojante paternalismo; a las vergonzantes fotografías del presidente de la comunidad autónoma, que la bobaliconería institucional obliga a colgar en aulas y despachos; a los antedespachos de ayudantes, secretarias, jefes de gabinete, directores de imagen, antesalas y umbrales con que esos presidentes de comunidades autónomas quieren darse la importancia que no tienen, vienen a sumarse algunas costumbres que causan un rubor casi insoportable en cualquier ciudadano consciente de lo que significa, o debería significar, la representación pública. Me refiero a ese endiosamiento grotesco de pasar revista a gente uniformada, que estos presidentes de comunidades autónomas realizan el día de la fiesta de su región, dentro de fastos y celebraciones que en ocasiones alcanzan, en su remedo de solemnidad y trascendencia, un grado de ridiculez tal que ni recurriendo al símil del mal esperpento o al de un chusco y pésimo teatro de guiñol, podrían encontrar comparación.
Desde tiempo inmemorial, tanto las religiones como los dictadores, reyes y señores feudales, los sacerdotes de todo, los visionarios y los 'enviados', han utilizado la exageración escénica como argumento para intimidar a sus súbditos, rodeándose del brillo y la parafernalia del lujo y el exceso para aparentar una trascendencia de la que siempre carecían. Dorados auríferos deslumbrantes, enormes columnas, joyas, túnicas, aditamentos, dimensiones exageradas de palacios, lugares de culto y cohortes, iglesias, catedrales, auditorios, salas de conferencias, parlamentos, liturgias, ceremoniales, desfiles, saludos, lujo y brillo, han acompañado siempre la vacuidad de los discursos. La costumbre, mantenida hoy intacta por las iglesias y sectas, y adaptada de mala gana por los gobernantes, tiene en el mal teatro de la gestión política española paradigmáticos ejemplos. En este país, la parafernalia escénica que rodea a los gobernantes alcanza tales cotas de exageración, que la superabundancia de cargos públicos que ocupan sillones y poltronas, hace tan exageradamente numerosa y tan fuera de la mesura racional el número y forma de los montajes escénicos del ejercicio del "poder" (además de las exigencias presupuestarias y funcionales), que su agobiante chabacanería y patética ridiculez no tiene parangón en el mundo occidental.
Por ejemplo: cuando se crearon las comunidades autónomas, con la sola y nunca confesada intención de desvirtuar las auténticas particularidades de Cataluña, Euskadi y, en parte, Galicia, a la ya entonces excesiva red de representación local (ayuntamientos, diputaciones, cabildos, municipios, pedanías, mancomunidades, parroquias y más y más) y provincial (gobiernos civiles y militares, delegaciones, direcciones y entidades provinciales de todo tipo), vino a añadirse la duplicidad de la administración del Estado en la repetición en comunidades autónomas de organismos con sus correspondientes cargos, carguitos, direcciones, subdirecciones, coordinaciones, delegaciones, subdelegaciones, jefes, jefecillos, subjefes, encargados, vigilantes y correveidiles de toda laya que, nombrados por los dedazos de los jefes de los partidos en uso (y abuso) de unas representaciones electorales de curiosa elasticidad, alcanzaron la ocupación de muchos organismos de fantasmagórica función y golosas sillas retribuidas. Aplicarse a esa ocupación de cargos fue para muchas comunidades autónomas mucho más sencillo y rápido que rebuscar en su historia banderas, referentes, próceres y sucesos para justificar fechas, llenar calendarios, celebrar efemérides y, al fin, tratar de argumentar una identidad fantasma y hasta su propia existencia, lo que vino a generar una imagen tan patética como chabacana en la explicitación pública de un enorme narcisismo escolar que no hace más que empeorar a medida que se abarata el nivel político del país.