OPINIóN
Actualizado 06/05/2017
Tomás González Blázquez

Es natural que lo cercano, lo propio, lo nuestro, despierte interés y nos ponga alerta. "¿Dónde ha sido?", preguntamos tras escuchar el relato de una noticia curiosa o el titular que resume un hecho impactante. Si nos dicen que ha pasado en China, en Australia o en un estado de los Unidos de América decrece el nivel de asombro. Si, por el contrario, ha ocurrido en el barrio, en la ciudad o en la provincia, alcanza cotas altas y pronto buscaremos nexos de unión personales con protagonistas, lugares y circunstancias.

Si en otro tiempo coleccionábamos semana a semana porciones de terreno, o saltábamos entre pliegos guiados por la flecha para averiguar por dónde continuaba la carretera, sumando las cifras entre puntos kilométricos con cuidado de no perder la cuenta, ahora basta con métodos más rápidos y actualizados. En una época en que las distancias se acortan tecleando uves dobles y matasellando las misivas con arrobas, la geografía de cada cual sobrevive, nuestro mapa interno, que es todo un atlas mundial a escala íntima.

En la caja negra de memorias y sentires llevamos envueltos los santuarios de la infancia, a los que hay que saber volver. Escoger el momento y prepararse ayuda a que no pierdan su carácter cuasi-sagrado de fuente de vida, de recuerdo primero. No muy lejos de ellos, aquellos enclaves que fueron de estreno y consiguieron la categoría de hito. Pisarlos nos traslada y nos empuja, nos invita a la revisión y al examen. Cerca y sin dar ruido, ceñidos al formato de bolsillo, los escenarios diarios, los que no contamos como destino o meta, los que creemos conocer y, sin embargo, tienen la capacidad de sorprendernos.

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