OPINIóN
Actualizado 02/05/2017
Francisco Delgado

Cuando entré el otro día en la Plaza Mayor y contemplé el elefante de Barceló erguido sobre su trompa, me vino inmediatamente a la cabeza que la escultura era un símbolo de la actual realidad sociopolítica de España: todo el cuerpo del país "patas arriba", sostenido por una trompa que aspira todo lo que pueda ingerir.

Pero ahí no acababa la metáfora: la mirada del paquidermo desde abajo, tan cerca del suelo y percibiendo todo lo observable invertido, también se me ocurrió que era la mirada de gran parte de la población de la ruinosa e inestable realidad que nos rodea. La metáfora del elefante sostenido por su trompa parece más certera (aunque también más compleja) que la que siempre hemos utilizado del ocultamiento del avestruz: el avestruz se oculta metiendo su cabeza en la tierra, para no ver a sus perseguidores.

Quizás ambas metáforas sean complementarias para describir este primitivo mecanismo de defensa del español: para no ver la realidad molesta o dolorosa negamos su existencia tapándonos los ojos o mirando la realidad invertida y vivimos lo que sucede como si hubiéramos traspasado el espejo de Alicia en el país de las maravillas.

Sin embargo, la realidad es tozuda. El domingo pasado el diario.es informaba de un estudio psicosociológico y económico, que demostraba que los ciudadanos tenían unas conductas más honradas cuanto menor era el nivel de corrupción del gobierno de su país. Y viceversa: a mayor corrupción de un país el ciudadano tiende a ser menos honrado. AsÍ, pues, el ejemplo de las manzanas podridas aisladas de un cesto, o las ranas de una charca, no sirven para nada si queremos con estos ejemplos explicar lo que nos pasa colectivamente. La verdad es que la enfermedad social de la corrupción termina por concernirnos a todos y no solo en las transacciones económicas, sino socavando el andamiaje que la ley y la moral representan para la convivencia.

Dando simplemente un inocente paseo por cualquiera de nuestras ciudades comprobamos qué peculiar y ambigua relación tiene, tenemos, los españoles con las leyes: las leyes prohíben que el dinero o el espacio público sea utilizado o robado privadamente, pero como si nada; la ley prohíbe a los coches utilizar el claxon en las ciudades, pero el español pita y convierte su coche individual en una discoteca ambulante. Los parques, las calles, las aceras son públicas, se han construido y se mantienen con nuestros impuestos, pero los amantes de la suciedad se saltan a la torera normas y leyes ciudadanas.

Mucho me temo que para que pudiera haber una auténtica renovación democrática en nuestro país tendría que pasar una fase de educación intensiva y de imperio de la ley, aunque esta renovación se pareciera por su fuerza y firmeza a un elefante con la cabeza erguida y sus poderosos pies en la tierra.

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