Vienen a decirnos las autoridades en la materia que es "dequeísta" quien usa la secuencia de que para introducir una oración subordinada que no admite ese régimen verbal, con lo que estamos ante una estructura gramatical normativamente censurada. Es versión casi literal del DLE, antes DRAE. Es decir, el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia de la Lengua.
Pero ya sabe que los de letras -en sentido amplio para poder incluir, entre otros, a los juristas-, no nos conformamos con esas introducciones y le damos más vueltas a todo -sobre todo si somos juristas-. Así que el problema de la norma gramatical está en descifrar cuándo esa interesante oración admite o no tal secuencia y aquí es donde la ilustre doctrina se divide. Incluso la estrictamente lingüística.
Vivimos en un globo terráqueo que según parece se va encogiendo -si no es así no me explico cómo tarda uno el tiempo de una merienda larga para atravesar un ancho océano, cuando otros bastante más listos que uno se eternizaron más de dos meses en su primer viaje-; por consiguiente, con esa mayor cercanía, se hacen más evidentes los giros y tendencias dispersas de un extenso idioma.
La multiplicación de contactos con nuestros amigos entrañables de la variada América hispana da un excelente juego para sacar a la luz términos desconocidos, matices insospechados, expresiones casi cromáticas que dan luz a lo que podría haber derivado en veintitantos idiomas, y se mantiene en una razonable unidad cultural.
Entre las cuestiones que se plantean con frecuencia -por ejemplo, cuando a uno le toca corregir una Tesis Doctoral elaborada con mucho tino, como suele suceder, por alguno de nuestros colegas americanos- está la del real o supuesto dequeísmo. El desavisado corrector va poniendo los "des" delante de los "ques" correspondientes, pretendiendo hacer ver que conoce mejor la lengua que el foráneo, que tiene por suya a la misma. En definitiva, va convirtiendo con atención y minucia oraciones subordinadas sustantivadas en composiciones sintácticas algo más complejas.
La respuesta no se hace esperar y es probable que te opongan hasta la autoridad de Andrés Bello, ni más ni menos que el patriarca de las letras americanas, prestigioso gramático y jurista, entre otras muchas dedicaciones, y autor del Código Civil de Chile, copiado luego en otras Repúblicas, entre ellas mi cercana Colombia. Dista de ser, por tanto, una objeción menor.
De ahí que quien creía sabérselas todas, va viendo que la realidad es más heterogénea, que la lengua es un gran organismo vivo, adaptado a diferentes meridianos y latitudes, y que en estas honduras no hay una única verdad cierta.
No voy a ser yo quien trate de descifrar en estas líneas los secretos por los que en unos lugares se admite cierto régimen verbal, mientras que en otros suena a vergonzosa ultracorrección. Lo que me resulta curioso es -y ahora me pongo con el mono de jurista- que el Diccionario de la Academia me recuerda a aquellas leyes impotentes que delegan a otras normas la concreción de lo que regulan, aunque con la importante diferencia de que para las leyes quien lo concreta es el gobierno y en cambio para el Diccionario son los propios hablantes. Le podríamos llamar democracia lingüística, que para ser auténtica debe ser plural.