El primer cierzo arrastraba aquellas legiones hasta mi barrio. Una mañana cualquiera llegaban desde Macotera o se descolgaban de la Sierra como los maquis y asaltaban "el Miñambres" con las boinas raídas, las alpargatas de esparto remachadas al tobillo y sus temidos blusones pardos. A la puerta olvidaban los varales de fresno anudado; y sobre los veladores de hierro, las mantas de las caballerías, los zurrones y algunas chaquetas relavadas de pana. No tardaba en aparecer alguna vecina, se dirigía al más viejo y en un aparte se confesaba y acordaba la penitencia. Otorgada la absolución iba hasta la barra, apuraba la bebida de un trago, recogía en silencio sus armas y seguía sumiso a la mujer hasta su casa.
La familia ya había expuesto al convicto en la cancela, y aguardaba desmadejado y roto en un rincón. El mochín al verlo asentía con la cabeza y dejando con disgusto el morral y las varas en el suelo, se echaba al hombro el ovillo con alivio de la dueña. Cargado con él salía a la calle a buscar la picota; una solana próxima, tranquila y sin testigos. En el rollo descargaba al réprobo y sin perder tiempo extendía sobre la tierra la esterilla o el petate o la manta ovejera y encima colocaba con cariño al reo. Luego se arrodillaba y armado de tijeras descosía las costuras muy despacio, como un ajusticiador suelta el primer botón de la camisa del condenado. Después retiraba de golpe la funda y aparecía en un montón desnudita la lana impregnada de suspiros, caricias y amores, que intentaba camuflarse, inútilmente, entre los cientos de sueños olvidados, lágrimas con sordina y roces? involuntarios.
Pobres lágrimas, suspiros, caricias, amores, sueños olvidados e involuntarios roces, nadie les leía sus derechos antes del desahucio, sólo oían impotentes el silbido del látigo y poco a poco eran aventados por el miedo y el verdugo, menos las pesadillas y los fracasos que se agarraban al vergajo como viejos amos y obligaban al sayón a detenerse para arrancar una a una las lapas del zurriago? y al momento proseguían los azotes y los trallazos hasta que el ejecutor entendía, probablemente por el dolor de sus manos, que el culpable había muerto y golpeaba un cadáver. Entonces el colchonero cogía el sudario y la aguja, y lo amortajaba sentado cosiéndole las juntas y zurciéndole las canas. Terminado y listo para otro año, llamaba a la dueña y entre los dos metían al redimido colchón de nuevo en casa.