OPINIóN
Actualizado 25/04/2017
José Javier Muñoz

Más de la mitad de los españoles reconocen que no leen libros. Y muchos de los que sí leen, lo hacen siguiendo el criterio de las multinacionales que promocionan a autores mediáticos, amañan los principales certámenes literarios y priorizan la edición de libros basura. Las personas que no leen y las que se limitan a los bodrios del presentador de moda, la autoayuda sentimentaloide o el enésimo recetario del chef televisado de turno conforman una masa robotizada y manipulable. Lo tremendo es que al alcance de casi todos ?incluidos ellos? existe un inconmensurable tesoro de palabras sanas (reveladoras, emotivas, sensatas, divertidas o intrigantes, tanto da), que nos hacen más libres.

Un humilde pastor de ovejas que fue alumno mío en la Universidad Pontificia en el curso 1990/91 escribía extraordinariamente bien: de forma clara, expresiva, de lenguaje rico y sin artificios. ¿Por qué? Al margen del talento innato, porque desde muy niño había pasado el tiempo en el campo leyendo mientras su rebaño pastaba. Diez años más tarde un ganadero también salmantino, José Pinto, iniciaba una exitosa carrera como concursante en pruebas culturales de televisión, hasta el reciente "Pasapalabra". No posee título universitario alguno. La clave de sus buenos resultados, según ha contado él mismo, es haber leido sin parar desde que aprendió a los tres años de edad.

El emperador llamó a los hombres más sabios de sus dominios y les pidió que le proporcionasen un placer digno de su grandeza; algo tan valioso como el oro, brillante como una joya y duradero como la amistad. Unos dijeron que necesitaban recluirse a reflexionar e investigar. Otros, que viajarían a lejanos países en busca de fórmulas exóticas y desconocidas. El más sabio fue a la biblioteca del palacio y regresó con un libro. "¿Qué me traéis?", preguntó el jerarca. "Palabras, señor".

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