Si los planos de 1858 nos muestran una ciudad todavía cómoda en el interior de su recinto amurallado, entre los años 1868 y 1869, como consecuencia de la incontenible presión de crecimiento que se había desatado, se derriban las murallas, que una escasamente culta visión del desarrollo urbano inevitable, fue incapaz de salvar para la posteridad. A partir de ese momento la ciudad inicia un crecimiento espacial en mancha de aceite, con una clara preferencia hacia el arco NO-NE, y sólo en épocas muy posteriores será capaz de dar el salto a la otra orilla del Tormes, creciendo en dirección Sur.
Salamanca se presenta, pues, en el s. XX con una importante riqueza urbanística, monumental y patrimonial de primer orden, producto de veinte siglos de acumulación orgánica y coherente, pero así mismo con una serie de problemas de complicada solución. Ellos eran fundamentalmente los de adaptar las viejas estructuras urbanas a las nuevas necesidades sin destruirlas; modernizar sin alterar la sustancia histórica; conservar, reciclar y reutilizar las edificaciones introduciendo los avances tecnológicos sin traumas.
Desgraciadamente, los cascos históricos son en todo, o en parte, el corazón de la ciudad. Corazón económico, social, comercial; supone el suelo urbano más cotizado y, consiguientemente, experimenta fuertes presiones para ser construido de forma masiva en altura y en intensidad de uso, desarrollando un proceso especulativo que intenta extraer las mayores plusvalías del suelo con olvido de cualquier valor histórico, artístico, patrimonial o cultural, y que pretende utilizar la ciudad más allá de sus propias capacidades físicas. Para ello, se han utilizado como coartada ideológica las ideas higienistas anglosajonas del s. XIX, relativas al saneamiento de las poblaciones, la ampliación de calles para favorecer el tráfico, la creación de algunas zonas verdes, etc.