En todas las culturas, en todas las mitologías, en todas las religiones, siempre hay uno o varios relatos en torno a la resurrección. ¿Por qué? La perspectiva del existir humano, que tiene siempre como horizonte la muerte, necesita conjurar tal hecho, que nos llevaría al sinsentido de la existencia, si no tiene más fin que el hecho de extinguirse, y de ahí nacen la ética y estética de la resurrección a que aludimos.
En nuestras culturas mediterráneas, desde las antiguas religiones de tipo naturalista, pasando por la mitología clásica greco-latina, hasta desembocar en el cristianismo, tal perspectiva de la resurrección tiene mucho que ver con la lógica agraria del cereal.
Tal lógica nos lleva siempre al tiempo cíclico, en el que la siembra del grano, su germinación en la oscuridad de la tierra, su resurgir con las templanzas y los soles, hasta terminar germinando en la espiga, son símbolo del morir y del renacer, o, lo que es lo mismo, del morir y del resucitar.
De ahí que, en la antigua Grecia, en la Grecia clásica, los misterios de Eleusis, que tienen que ver con esa dinámica cerealística a la que acabamos de aludir, en honor de la diosa Deméter, tuvieran como emblema la espiga de trigo. Y no es en absoluto casual, puesto que en una imagen, en un emblema, a ojos de quien contemplaba tal espiga estaba ya, intuitivamente, contenida esa lógica de la muerte y resurrección a la que de continuo está sometido todo en la naturaleza.
Fue para nosotros muy emocionante el que, en nuestro viaje a Grecia de hace dos años, cerca precisamente de la antigua Eleusis y junto al canal de Corinto, una anciana vendía, por el precio de dos euros, un amuleto en el que varias espigas estaban trenzadas por las pajas de las que eran remate, formando un objeto que, posiblemente, en aquella zona rural griega, había servido de amuleto desde antiguo. Enseguida se nos representaron, al adquirírselo a la anciana, los antiguos misterios de Eleusis, tan bien analizados, entre nosotros, por el fascinante y malogrado historiador de las religiones Ángel Álvarez de Miranda.
Y fue el propio Ángel Álvarez de Miranda el que llamó la atención sobre la presencia, en la poesía de Federico García Lorca, de un sustrato de las antiguas religiones mediterráneas de tipo naturalista, vinculadas precisamente con los ciclos de muerte y resurrección. Algo que, a partir del análisis de Álvarez de Miranda, el estudioso hernandiano Juan Cano Ballesta aplicaría a la poesía de Miguel Hernández. Y es lógico, pues entre la creación poética de ambos autores hay muchísimos vasos comunicantes.
Si el grano de trigo no muere, no dará fruto, esto es, no resucitará. Es el enunciado a través del que el cristianismo abraza esta lógica cíclica de muerte y resurrección del cereal. El novelista francés André Gide, formado en un rigorismo protestante extremo, tituló así una de sus obras: 'Si el grano no muere'.
Y precisamente es el cristianismo el que sacraliza los dos productos más emblemáticos de la agricultura mediterránea: el trigo y el vino, que, debido a tal sacralización, se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo.
Ética y estética de la resurrección. Ahora que entramos en la Pascua de Resurrección, conocida también, entre nosotros, desde nuestra época áurea, como Pascua de Flores. Esas flores que, en nuestra naturaleza, nos hablan estos días de esa perspectiva de la resurrección, con su belleza efímera.