OPINIóN
Actualizado 15/04/2017
Tomás González Blázquez

«Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo [...] Va a buscar a nuestro primer Padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva [...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos» (de una Antigua homilía sobre el grande y santo Sábado; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 635).

Cuando pienso en esta liberación de los justos que le habían precedido, en la entrada poderosa de Cristo en los infiernos, a los que desciende para ascender Resucitado, recuerdo el Cristo del Perdón que Luis Salvador Carmona talló para el hospital de Santa Ana en Atienza (Guadalajara). La obra, hoy mostrada en la iglesia de la Trinidad, habilitada como museo de arte sacro, me sobrecogió cuando la conocí hace más de ocho años. No me cansaba de contemplarla, rodearla, intentar asimilarla. En Salamanca contamos con otro Cristo del Perdón, del que tuve noticia por mi amigo y hermano cofrade Jesús López. Es el de las monjas del Convento de la Madre de Dios, que ilustra esta columna.

Su perdón le hace Señor del Sábado, todo su dominio es en Él misericordia. Arrodillado sobre el mundo, con el mundo se ha arrodillado para recibir en sí todas sus oscuridades, hasta horadar la tierra santa y nocturna de Getsemaní. Sus manos perforadas y su penetrado pecho no se exhiben ahora ante la incredulidad de Tomás sino con el objeto de que el mismo Isaías reconozca las heridas del Siervo que nos curan, toque la carne sanadora de sus profecías, y luego mire su espalda llagada y entone un canto de alabanza. Su corona de espinas no ha sido retirada para la sepultura, sino que se erige en diadema de triunfo que vence a los imperios de la vanagloria efímera y vacía. La mirada reconciliadora se fija para abrazar de nuevo a Adán y a Eva, para que los albañiles de Babel sean arquitectos de concordia, para hermanar a los hijos dispersos y errantes de Jacob, para enjugar el llanto del infiel David, para reinar en el Paraíso con el pobre Lázaro.

Este Jesús orante e implorante sin cofradía aún que lo entronice y procesione, este Cristo del Perdón que predica con el ejemplo, este Varón de Dolores en la antesala de la Resurrección, es el Señor del Sábado: Cristo-refugio, Cristo-victoria, Cristo-libertad.

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