CULTURA
Actualizado 13/04/2017
Redacción

Poema de Isabel Bernardo Fernández al Cristo de la Agonía Redentora en la Trilogía de la Pasión de las Isabeles, esta madrugada

Mateo 16, 13-17

Cuando llegó Jesús al distrito de Cesarea de Filipo preguntó a sus discípulos: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?"
Ellos dijeron: "Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; otros, Jeremías o uno de los profetas". Les dice: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Simón Pedro respondió así: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo". Jesús le respondió así: "¡Feliz de ti, Simón Barjoná!, porque no te [lo] reveló [la] carne y sangre, sino mi Padre [que está] en los cielos.

(Al Cristo de la Agonía Redentora)

«Y tú, ¿quién dices que soy yo?» –me preguntaste.

Hacía frío aquella tarde
y en el soto, muros afuera,
los cipreses descolgaban la cellisca
en pequeñas y frágiles madrigueras de cristal,
braserillos de nácar y otros espejuelos
que avispaban con sus destellos la pesadumbre
cabizbaja de la niebla.

Tú y yo nos habíamos ido conociendo
desde hacía tiempo.

Tú eras Cristo y yo
una de tantos poetas que buscan
la música callada de la ciudad y sus cornisas;
una de tantos que escucha
la desnudez de la lluvia ante los fresnos.
Una de tantos.

Aquella tarde yo estaba sola. Tú también
estabas solo.
Dos soledades frente a frente vaciándose por dentro
y sangrando sus heridas
sobre la piel de este catafalco en sombra
(catedral en piedra)
donde los pensamientos hondos, tantas veces,
se rompen en el aire
y entreabren sus lenguas
en la inmensidad fértil del silencio.

A los pies de la Cruz los huesos de Adán
(como zancarrones rearmando el esqueleto
del primer pecado)
contrajeron su rezura ante el restallo de tu voz desnuda:
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?»
Hacía frío aquella tarde y tú y yo estábamos solos.

Con la cautela del que teme deshonrar
con su lengua el dolor sagrado
hundí mi silencio en el vivar anémico de tus labios
«Y tú, ¿quién dices que soy yo?»
mientras mis ojos iban destrabando las trampas
de las sombras
y tu cuerpo en luz se aparecía entre los claustros
de la más hermosa primavera.

No, Cristo, yo no vine para anunciarte muerto.
Ni siquiera a decirle al otro
que el mundo que vive muere, y alimenta con sus cenizas
la apocalíptica memoria de una tierra
empeñada en contemplarse vencida, sin Dios,
y siempre mirando atrás.

No, Cristo, yo no dejaré tu nombre en la Agonía,
abrasándose tu sed en la sed
de los inmensos pozos del sin aire
y sin aliento.

Hunde, Cristo, el puñal de tu voz en mi boca
hasta que mis palabras sangren solo la luz,
las horas sin horas
del más allá de las urces
que ocultan las nubes y las constelaciones.

Porque yo diré de ti que eres el Redentor, el Cristo
que espera
al otro lado de la noche.

Allí donde las cumbres apuntalan, sin clavo o sacrificio,
los tiempos infinitos;
allí donde el silencio no muerde con ira el silencio
ni la tierra
alambra sus lindes con espinas;
allí donde la mar
no hace de sus aguas el sudario de los niños, un bajel
a la deriva
para hombres y mujeres sin regreso.

No, no me digas Cristo, que estoy soñando
como sueñan los poetas. No me digas
que quiero escapar de tu agonía porque tengo miedo.
No me digas que me ves llorar.
No me digas que volveré a casa y que el mundo
(nuevamente)
pondrá en mis manos la metralla y la quijada de los asnos;
no que la sangre y la muerte
reanudarán en salvaje silencio su camino.

«Y tú, ¿quién dices que soy yo?» –me preguntaste
tú, Cruz en Agonía, Redentor Cristo
que espera
al otro lado de la noche.

Isabel Bernardo

Fotografía: David Fernández Sañudo

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