Los arqueólogos aseguran haber encontrado pruebas de presencia humana en las terrazas sedimentarias del río Tormes hace unos trescientos mil años, en yacimientos donde se han topado con bifaces, raederas y otros utensilios tallados a golpes. Esta ocupación del territorio se limitaría a una población nómada de escasa importancia que, seguramente, sobrevivía gracias a la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres. Tendremos que esperar hasta el final de la última glaciación (Würm) para que el clima comience a mejorar, y hacia el año 10.000 a.C. se cree que era similar al actual. El calentamiento propició el destierro de los hielos a las zonas polares, el aumento de la vegetación, la desaparición de algunos animales como los bisontes, y la multiplicación de otros como vacas, ciervos, ovejas o jabalíes. Unido esto al perfeccionamiento de las técnicas de caza y pesca y a la fabricación de pequeñas herramientas como buriles o raspadores, llamadas microlitos, se produjo un significativo aumento de la población que asentó sus sueños en esta zona, junto a la frescura del agua, aunque siguieron siendo nómadas y no pasarían de unos cientos de individuos.
Se cree que las conquistas del Neolítico (agricultura, domesticación de animales, sedentarismo?), acercaron a las tierras donde hoy se eleva Salamanca a grupos oriundos de la costa atlántica portuguesa, que llegaron hasta el valle del Tormes hacia el siglo V a.C. en su deambular nómada estacional. Eran pueblos organizados que trajeron una agricultura cerealística rudimentaria itinerante y una ganadería de pastoreo de rebaños de ovejas y cabras y piaras de cerdos. De su presencia en estas tierras hablan grandes monumentos funerarios megalíticos, construidos para dar enterramiento colectivo a sus difuntos, sacralizar el lugar y controlar el territorio. Los más conocidos y abundantes fueron los dólmenes y los menhires. En la provincia se conservan abundantes ejemplos, si bien en la capital han desaparecido.