OPINIóN
Actualizado 01/04/2017
Juan Ángel Torres Rechy

«Cada persona tiene su Monte Carmelo», me dijo un amigo a quien no sé si le resultaría incómodo figurar con su nombre. En el siglo ix a. de C., el profeta Elías protagonizó con Dios una hazaña ahí, enfrente de sus enemigos. Yo sí creo que cada persona tiene su Monte Carmelo. La frase tiene distinción. En el siguiente capítulo del Libro de los Reyes, encontramos la mención de otro monte, el Horeb, el Sinaí.

En nuestra cultura occidental, no solo se opone lo bajo a lo alto y lo alto a lo bajo, en relación con los puntos que ocupan en el espacio, sino que también esos dos polos opuestos se revisten de un valor distinto. En una escala del uno al diez, donde uno tiene el menor prestigio y diez el mayor, se sitúa el primero por debajo del segundo. El lenguaje emplea fórmulas inspiradas en ello para hablar de progresos humanos: «tienes que crecer como persona», «debes apuntar a lo alto», «levantemos el corazón», etc. Lo que es cierto es que la perspectiva desde arriba hace que desaparezca la superficie sobre la que se está parado: se contempla el horizonte en lontananza y la mirada abarca todo lo que se encuentra hasta esa lejanía. La percepción del espacio resulta abierta. En cambio, desde abajo, la mirada se focaliza en la cima de lo que se eleva y no tiene amplitud para moverse.

Otras personas hablan de la vida como un arduo camino: se extiende hacia el futuro y hay que sortear los peligros de una trayectoria agreste para alcanzar, finalmente, lo que se buscaba desde el principio. El futuro resulta práctico porque nos ayuda a organizar el presente. El pasado es útil porque nos reviste de una identidad y nos ubica en el momento histórico del aquí y el ahora.

Hay quienes ven la imagen de un barco en altamar. O quienes dicen que el recorrido, y no la meta, es lo importante.

A propósito de todo esto, quisiera copiar un poema de Walt Whitman, A cierta «Cantatrice», traducido por Pablo Mañé Garzón:

Toma, toma este regalo.

Lo reservaba para algún héroe, orador o general;

para alguien que sirviera la vieja y querida causa, la gran idea, la mejora y la libertad de la raza,

para algún bravo retador de los déspotas; para un rebelde temerario.

Pero ahora veo que lo que reservaba te pertenece tanto como a cualquier otro.

El sujeto del poema descubrió que su regalo no era exclusivo para reina o rey, princesa buena o príncipe abnegado. También era para la mujer y el hombre a secas, o sea, para nosotros, con nuestros nombres propios, libros, lecturas y limitaciones bien humanas. No está mal, pienso.

Si en algún momento creímos en las princesas y los príncipes, en los héroes, en Don Quijote y la pastora Marcela, con eso basta y sobra para vivir en un presente poblado por la fantasía que nutre la imaginación de los niños, y que hace innecesario buscar nada más allá del pan y el vino sobre la mesa. Otro amigo me escribió en un email, por el traslado de unas cosas: «Tardan como si viajaran en Carabelas de roble y a contra corriente». Bonita expresión, ¿no? La menciono para reflejar en ella el tiempo que a veces pasa antes de que entendamos cosas que en realidad eran sencillas, transparentes. Yo no entendía que la verdadera profundidad de la vida se encuentra en el interior de uno. En nuestras entrañas se elevan los picos más altos. Ahí es adonde hay que subir a la cima, en la noche oscura del alma, como creo que más o menos dijo San Juan de la Cruz.

torres_rechy@hotmail.com

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