OPINIóN
Actualizado 31/03/2017
Marta Ferreira

El pasado lunes, al acostarme, en mi casa, la que fuera de mis abuelos, me fui a la cama pensando que, al hacer calor, iba a dormir mejor en la habitación grande (más fresca que la interior, en la que duermo durante el invierno). Dispuesta a abrir la cama me vino el recuerdo del día que era y decidí dormir en la calurosa, pues me asaltó el recuerdo de que veinte años atrás, en aquel dormitorio, pasó mi abuelo su última noche.

Escribo estas líneas hoy martes, 28 de marzo de 2017, y las escribo hoy porque no puedo dejar de recordar aquel Viernes Santo, 28 de marzo de 1997. Veinte años han transcurrido desde aquel hecho, desde la primera vez que conocí eso que se llama "pérdida de un ser querido" (la primera fue la de mi abuelo Pepe, pero mis recién cumplidos 6 años no comprendieron lo que es la ausencia) y aún hoy, recuerdo aquel día como el inicio de una segunda etapa de mi vida.

Un antes y un después que llegó no sólo a mi vida sino a la de todos los que formábamos parte de la suya porque, cuando alguien muere se nos rompe algo por dentro a cuantos quisimos y fuimos queridos por quien nos deja. Tenía casi quince años, y era la primera vez en mi vida que tenía que decir adiós, la primera vez en mi vida que era consciente de que lo que perdía no volvería jamás, la primera vez que sentí que ya nada volvería a ser igual.

La muerte es difícil de digerir, cada ausencia de las que han venido después de aquella me han llevado a la misma conclusión: la vida sigue pero ya no será igual. Seguimos con nuestras vidas, no hay más remedio, pero por el camino de las aventuras y desventuras, de las desilusiones y de las celebraciones?les echamos de menos, deseamos que estuvieran aquí, con nosotros, en carne y hueso, para abrazarlos, para prestarles más atención (quizá entonces nos parecía intrascendente aquella anécdota que cuando queremos recordar no recordamos del todo), para escuchar su voz, para sentir su mirada (esos ojos en los que te veías inocente ), para sentirme, quizá egoístamente, como lo hacía cuando estaba aquí y aún no sabía qué suponía la muerte.


Veinte años en los que no hemos dejado de echarte de menos, veinte años en que hemos crecido recordando, en cada una de nuestras acciones, lo que con tu ejemplo nos enseñaste: ayudar a todo el que lo necesite, hacer un favor a quien nos lo pida aunque luego lo olvide y no hablar nunca mal de los demás. Estas tres cosas ninguno de tus nietos las hemos olvidado, son tu legado, el más importante: cada uno, a nuestra manera te llevamos dentro. Con ese legado que nos transmitiste sigues con nosotros, en la ingenuidad de Ángel Pablo, en el carácter lúdico de Carlos, en la inquietud de Jacobo y en mi forma de entender la ayuda a los demás.

Decía Gardel en aquel tango:

"Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.

Y aunque el olvido
que todo destruye
haya matado mi vieja ilusión,

guardo escondida
una esperanza humilde
que es toda la fortuna
de mi corazón.

Sentir
que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra".

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