OPINIóN
Actualizado 29/03/2017
Alfonso González

Aunque aquella primavera empezó cubriendo de plumón blanquiverde las ramas desnudas de los robles de Salamanca, y volcando carretadas de flores y abejas sobre las encinas hasta que parecieron gigantescos algodones acaramelados, volvieron a ocurrir los extraños sucesos que desasosiegan las almas de los que allí habitan.

También las náyades y los silenos andaban inquietos, tal que en espinas, y la pasada luna llena celebraron una asamblea a la sombra de un jaguarzo para descubrir el porqué de la desazón.

-Probablemente nos hayamos contagiado con la melancolía de las gotas de lluvia en el larguísimo otoño que ha durado dos inviernos ?comentó uno.

-Quizás se deba a los sentimientos reprimidos con bordados de soledad ?apuntó otro.

-O tal vez ?excusó un tercero-, a los pozos de bruma donde se extravían las musas y arden las estrellas.

Nunca se supo, pero al llegar el mes de mayo, embalsamado como todos los mayos con la fragancia de los cantuesos, se sucedieron los cálices rojos de las amapolas que ondulan los campos, con las campanitas cárdenas que sombrean de romanticismo litúrgico las cuencas profundas de los valles, con el amarillo arracimado de las escobas. Y fue entonces cuando las alfombras de margaritas blancas igualaron granitos, ciénagas y pizarras para que los enamorados no supieran si pisaban agua, roca o fuego.

Debe ser ésta la causa ?dedujeron todos-, porque hasta los inmortales sueñan con abrevar en las mariposas de la belleza.

Sin embargo, pensándolo bien? ¿no tendrían los charros la angustia que nace con la certeza del desamor?

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