No me preguntes, mi niño,
por qué el cielo de estas noches
no exhala azules suspiros,
ni dónde están las estrellas;
tendría que decirte, hijo,
que han huido de misiles
que están vomitando vidrios
de muerte sobre tu casa.
No me preguntes, mi niño,
por qué están rojas las piedras,
ni por qué los blancos lirios
niegan un beso a la tarde;
tendría que decirte, hijo,
que de sangre llevan túnica
y que el amor en su nido
tiembla de miedo a las bombas.
No me preguntes, mi niño,
por qué tosen las espigas,
ni por qué tu pan de trigo
no está ya sobre la mesa;
tendría que decirte, hijo,
que se asfixian con la pólvora
y que el costal de los ricos
hace el harina con tu hambre.
No me preguntes, mi niño,
por qué no vas a la escuela,
ni por qué lloran los libros
por no enseñarte a volar;
tendría que decirte, hijo,
que te han atado las alas
pues tu vuelo es el peligro
de quien vive de matar.
No me preguntes, mi niño,
por qué oyes llorar a Dios,
por qué no cantan los mirlos,
ni por qué mueren los árboles;
tendría que decirte, hijo,
que la ambición con sus dientes
mordió las venas de un río
y Sangra todo el planeta.
No me preguntes, mi niño,
quién susurró tus preguntas,
quién tornó tu nana en himno
ni quién durmió tus juguetes;
tendría que decirte, hijo,
que quienes hieren tu infancia
con las voces de los tiros
y el fantasma de la guerra
son hombres que como tú füeron niños
y eso, mi amor, me da vergüenza decírtelo.
María Jesús Sánchez Oliva.