Un collar parecido a un rosario de estrellas toca su cuello.
♦ ♦ ♦ Entre los diferentes tipos de lectura que conozco, tiene una cualidad señalada la que permite al conjunto de letras y de signos permear al lector. Su ritmo responde al de la respiración. Acompaña al cuerpo humano en su proceso de existir al margen de preocupaciones inmediatas. Abre un surco en la vida y deposita la semilla del entendimiento. No transcurre por sendas de ruido, ni por sendas de caos, contrarias al orden y al silencio. Esa lectura con sus brazos de tinta transporta a la mujer y al hombre a un espacio. Desde honduras remotas, rebota el eco de su voz en las paredes del cuerpo y vuelve a su centro, a su origen sin nombre, adonde el sonido se disuelve como una ola en la arena. No resulta incorrecto poner esa profundidad en relación con la del mar. No contiene el vacío, no es la nada lo que se asoma por las grietas de esa región distante, pero sí se intuye un misterio. Parece no haber cambios ahí, sino constancia; permanencia, en vez de mudanzas. En fin, lo mismo que debe haber en la parte más alta del cielo, adonde van los pájaros a rasgar la cortina del mundo para perderse en la noche donde duerme el sol. A esa lectura dirijo mis palabras, aunque no alcancen a tocarla, aunque no hagan más que señalar un punto incierto en la estética del alma o del libro. Ella se erige como una figura virgen, en competencia con las montañas soberbias y altivas de la Tierra. Levanta su rostro y sigue con su mirada el vuelo de los pájaros lastimados. Un collar parecido a un rosario de estrellas toca su cuello, cuando llama a la puerta de la alcoba más recogida. ♦ ♦ ♦