OPINIóN
Actualizado 18/03/2017
Redacción / Curro Mesa

El nacer es un misterio y lo es el morir, y desde el nacimiento a la muerte el ser humano vive en el misterio. Todo hombre lleva dentro de sí la solución de los problemas, pero no nos podemos olvidar que es un verdadero enigma o, más exactamente, un misterio.

El hombre no es una simple criatura, como las demás, es gloria de Dios. Ni, por supuesto, un ser autónomo, independiente, con pleno sentido en sí mismo. Es imagen y semejanza de Dios. En esto consiste su grandeza y su máxima originalidad.

El ser humano se realiza plenamente en Cristo. Los cristianos han sido llamados a reproducir la imagen de Cristo y han de ser testigos con su vida de que Dios es el mejor amigo de los seres humanos y que sin el Todo, lo demás es nada. El creyente tiene la obligación de ser imagen transparente de Dios; sin embargo, muchas veces hemos velado su rostro, en vez de revelarlo.

En cierta ocasión un estudiante entró en el laboratorio de Louis Pasteur y vio a aquel hombre famoso inclinado ante una mesa con la cabeza agachada. Esperó en silencio hasta que Pasteur levantó la cabeza. Cuando el científico se volvió, aquel estudiante se dio cuenta de que había estado observando y estudiando algo en el microscopio.

- "Yo creía que usted estaba rezando", le dijo el estudiante.

- "Y efectivamente, así es, estaba orando", le respondió Pasteur.

La oración es la participación de nuestra voluntad y amor con Dios; la fusión de las dos personalidades en la unidad. Y cuando hay amor de Dios se trata de hacerlo todo en su nombre.

El cristiano es hijo de Dios. Su mirada tendría que estar puesta en Él, sin embargo siente que sus pies están apegados a la tierra. El poeta romano Ovidio expresó de una forma perfecta estos sentimientos nuestros cuando dijo: "Veo y apruebo lo mejor de la vida, pero sigo lo peor".

Dios nos busca para llenarnos de su bondad y amor, y nosotros huimos y resistimos su encuentro. Hay unas actitudes en lo profundo de nuestro corazón que son la base de nuestra resistencia a Dios. Entre ellas está el enojo, el engaño, la lujuria, el orgullo, la codicia, la hipocresía y el echar la culpa a los otros.

Como hijos de Dios debemos pedirle que el dolor, lo injusto, la guerra, los pobres, la enfermedad, la muerte, los problemas de cada ser humano no nos sean indiferentes.

A veces, en un deseo de atender a los otros, le exigimos a Dios pruebas especiales, nos gusta saciar nuestro hambre y el de los demás con lo extraordinario y artificioso. No dejamos que Dios desmorone la cáscara de nuestros deseos y purifique sus raíces más ocultas.

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