Las reseñas eran favorables y no pintaba nada mal el espectáculo. La pieza recuperaba algo del Jardín de los cerezos de Chejov.
La tarde del viernes se prestaba para estar con los amigos en el partido de fútbol, o con otra persona dando un paseo, o simplemente para estar echado en el sofá del estudio con un buen libro entre las manos. Quienes se liberan temprano de sus responsabilidades laborales en viernes disponen de un abanico de opciones como estas, o como otras tantas que no mencionaremos, para invertir el tiempo de sus vidas. Los WhatsApps no faltarán para ir a sitios, ni los inbox para quedar más tarde, ni escasearán los bancos en el transcurso de un paseo para sentarse en ellos y mirar el mundo. Yo fui a una obra de teatro.
El jueves había previsto ir a la obra. Actuaba una amiga. Había recibido por otro conducto un par de entradas. Las reseñas eran favorables y no pintaba nada mal el espectáculo. La pieza recuperaba algo del Jardín de los cerezos de Chejov, relacionado con el valor de las cosas. La compañía teatral era relativamente joven, pero en un corto espacio de tiempo había logrado construir una identidad dramática sui géneris. Su visibilidad en las redes tenía buena pinta.
El miércoles recibí noticias de la obra en mi correo electrónico. Llevaba algunos días sin verlo, pues como todos sabemos los inboxs, el WhatsApp, el Twitter y el Instagram, entre otras redes, han desplazado a un territorio marginal al antiguo email. Un gestor de correo electrónico se encarga de filtrar la información recibida y yo solo veo lo que ha sido configurado como pertinente. El miércoles se me ocurrió mirar mi bandeja de entrada y vi un boletín con noticias de la compañía teatral. La imagen resultaba atractiva, me llevó de inmediato a su contenido. A primera vista, reconocí a una persona en escena. No sabía que actuaba, pensé. Curiosamente, el día anterior la había saludado por la calle. Ella había estado fuera de la ciudad y no llevaba mucho tiempo de haber vuelto. Habría querido hablar con ella, pero se conoce que tenía prisa y andaba apresurada. Solo nos dijimos adiós, con la mano, de lejos. Dije dentro de mí, bueno, otro día podré contactarla.
El día anterior a ese encuentro, el martes, había sido duro. El trabajo no me había dado ni un respiro y me había dejado agotado y con dolor de cabeza. Tomé un té a media tarde y me di un descanso. Prácticamente, no hice nada hasta la noche. El lunes también había sido un día muy duro. Desde el fin de semana, sabía que sería así, por la reunión agendada con los colegas del departamento y todo lo que surgiría de ahí. Por eso, el sábado me saqué la cita de la mente y traté de no pensar en nada del trabajo, en nada más que en lo estrictamente inmediato y necesario para la sobrevivencia: qué comería, qué hacía falta en casa y nada más. Por la tarde, fui al centro a comprarme un helado. El tiempo no se prestaba para eso, pero por qué no habría de comérmelo si se me antojaba. En general, fue un buen fin de semana. Tranquilo. La obra de teatro del viernes, donde había actuado mi amiga, me había dejado con un buen sabor de boca. Nada más llegar a casa ese viernes por la noche, colgué el cartel de Los alcatraces en una pared de mi cuarto.
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