Las estadísticas en nuestro país y en la mayor parte de los países europeos son meridianas: cada día se lee menos, se compran menos libros, las librerías cierran o hacen equilibrios circenses para no cerrar, los editores no publican y los escritores se autopublican en internet, donde todo se mezcla y no hay manera de diferenciar la calidad literaria de la invasión general de escrituras poco elaboradas.
Unos lo atribuyen a la crisis; dicen que las clases medias han empobrecido tanto que ni siquiera se pueden permitir gastar veinte euros en un libro. Otros lo achacan a la invasión de la imagen: las imágenes, dicen, entierran la palabra, sobre todo la palabra escrita. Otros, finalmente, pensamos que la dificultad de concentración en el joven y en el hombre actual es tan grande que el hecho de leer un libro se convierte en algo demasiado difícil para la mayoría de los contemporáneos: como si la inquietud generalizada exigiera pasar frenéticamente de una actividad que requiere atención a otra más liviana, más pasiva.
Unida a esta dispersión mental, que ya es epidemia, hay otro factor decisivo para evitar leer: el miedo a pensar. Es en la etapa educativa donde se echan las semillas para que la lectura sea un placer en la vida tan grande o más que otros placeres. Pero si en nuestros métodos de enseñanza cada vez las tecnologías sustituyen más y más a los libros y las humanidades van desapareciendo ( la historia, la literatura, la filosofía, el arte?) leer se queda para una minoría de "marginados" del sistema global de consumir, no escuchar y votar cada cuatro años.
No es casual que este descenso mortal de la lectura coincida con un descenso peligroso en la capacidad de pensar libremente. Si ahora pronunciamos la palabra "librepensadores" la mayoría de la población, sobre todo la joven, pensarán en algún ser estrafalario ( algún freak, como dicen ellos) que busca los rincones de la clase o de las calles. El pensamiento es lenguaje y si no se posee lenguaje no se posee pensamiento. Lo vemos a nuestro alrededor, si no nos tapamos los ojos ni los oídos, veremos y oiremos a locutores, periodistas, políticos, tertulianos, que no son capaces de expresar un pensamiento que requiera más de dos cortas frases; y, admitamos todos que con dos o tres cortas frases no se va a ningún sitio, no siquiera a ningún espacio poético. Menos a exponer una idea mínimamente compleja.
El miedo a la palabra escrita es tan grande y ancestral, que los poderes siguen mirando con lupa aquello que se escribe, que queda escrito, aunque sea un twitter impulsivo, o jocoso, o crítico, como si unas pocas palabras escritas pudieran ser tan decisivas como las Tablas de la ley del Antiguo Testamento.
Sigamos, pues, retrocediendo como especie: los elefantes comienzan a nacer sin colmillos (por temor a los humanos), los hombres empezaremos a nacer sin cerebro, por temor a pensar.