OPINIóN
Actualizado 10/03/2017

Toda obra de arte necesita obligatoriamente un momento de diálogo, un diálogo que vamos a llamar contemplativo: el diálogo de la contemplación.

Una obra de arte, sea de la condición que sea, no es un mero objeto que está ahí, un objeto que se me muestra sin más; es, ante todo, un diálogo viviente, ya que, si tiene el rasgo, el carácter de la autenticidad, de una verdadera obra de arte, lo que en sí encierra, es una comunicación interior a todo aquel que ante ella se presenta, se para a contemplarla.

Así, cuando se poseen elementos artísticos, una riqueza de vida, el hecho lingüístico, la idea imaginada se transforma en una fuerza creadora. Un mundo fluido brota en el interior del artista, mientras el pensamiento se desvive por hallar la imagen precisa, la frase certera, aquello que haga posible la aparición del universo de ideas que bulle dentro del ser. De aquí, la inquietud, el nerviosismo, al comprobar la diferencia entre ese mundo interior tan rico de matices y posibilidades y la realidad plasmada. El creador se ve obligado siempre a renunciar a infinitas manifestaciones, a múltiples ideas posibles, ya que al elegir una realidad creada, rechaza muchas otras formas.

Por consiguiente, toda obra de arte que se precie, sirve para poner a la persona que ante ella se detiene, al simple espectador, en presencia de realidades, realidades que se hacen patentes sólo a quien es capaz de admirarlas en un profundo diálogo contemplativo cargado de silencio.

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