Aprovechando los ecos de los fastos del Día Internacional de la Mujer, esta columna quiere estar dedicada a todas las mujeres que se dedican en cuerpo y alma a la práctica, la enseñanza o la promoción del deporte. Ellas son, no hay duda, las grandes olvidadas del panorama, el apéndice del gran tomo dedicado a lo que hacen y dejan de hacer los hombres en las diferentes disciplinas.
Son muchas las discriminaciones. La lógica del mercado viene a explicar las menores inversiones, los menores esfuerzos dedicados a la promoción y difusión del deporte femenino. No hay duda, es pura biología, dicen, los hombres saltan más, se desplazan más rápido y son más fuertes, luego asistir a una competición masculina provoca mayores descargas de adrenalina entre el público, mayor interés y, en definitiva, mayor seguimiento. Si las empresas publicitarias acuden a los eventos más concurridos, si los medios de comunicación cubren, principalmente, lo que sus consumidores les demandan, el círculo se vuelve evidentemente vicioso, una espiral que deja fuera de los canales de financiación a todas las deportistas, por mucho que sus esfuerzos sean equiparables a los de sus colegas hombres, por más que el mérito sea muchas veces superior en la medida en que sus agendas concilian múltiples actividades difícilmente compatibles entre sí.
Más aún que las diferencias biológicas, pesa la huella cultural, el rastro inerte y no siempre palpable de lo que nuestros antepasados han ido inscribiendo, a base de pico y cincel, no sé si tanto en los códigos genéticos como en los imaginarios colectivos de las sociedades contemporáneas. El tradicional reparto de roles, la asunción casi programática de tareas y aficiones, alejaba a las mujeres de los estadios (incluso como público). La asociación entre femineidad y dulzura y el "natural" deber de cuidado de la prole y sus congéneres las ha vetado para la contienda deportiva, para el duelo en sus diferentes formas.
No voy a entrar ahora en la validez del axioma "tanto produces, tanto vales" con el que llevamos conviviendo casi dos siglos, sino en el fondo de la primera proposición. Desconocemos el atractivo que puede tener el deporte femenino. Ignoramos, francamente, su potencial, como lo haríamos con cualquier actividad o persona invisibilizada, cuando no ninguneada, por los grandes medios de comunicación, gestores de lo que se habla, de lo que es moda, de lo que es bueno. No se ha hecho suficiente pedagogía para superar el primitivismo, la condición animal, que nos lleva a estimar, por encima de cualquier otra consideración, el salto más alto, el lanzamiento más fuerte y la carrera más veloz, lo que está bien ?yo también disfruto con las exhibiciones atléticas de los superhombres. Nos falta, sin embargo, un cierto refinamiento para apreciar el valor del gesto técnico, ese que en el deporte femenino suele estar más depurado, el desarrollo de una mirada distinta para apreciar el atractivo de una competición entre mujeres, por mucho que estas no lleguen a hacer mates, no saquen a 240 km/h o no golpeen al contrincante con la fuerza de Mike Tyson.
Apelar a la justicia, tradicional reivindicación en jornadas como la de ayer, está bien, pero la solución, en el terreno práctico y económico, pasa por hacer pedagogía del deporte femenino, resaltar sus puntos fuertes, generar un público fiel y cada vez más extenso que esté dispuesto a sufragar los múltiples esfuerzos, de esto a nadie le debe caber la menor duda, que hacen las deportistas en todos los países, claro, donde se haya rebasado el primer y más preocupante muro, el que impide a muchas niñas, solo por serlo, hacer deporte.