OPINIóN
Actualizado 04/03/2017

Todo arte supone un diálogo entre el decir y el callar, entre el mostrar y el ocultar, entre el sonido y la ausencia. Las maneras en que cada lenguaje artístico decide construir las tramas de la sugerencia desde lo dicho y lo visible, invitan a pensar sobre los límites, las posibilidades y los riesgos del silencio. ¿Cómo se hace para que lo sugerido no signifique un abismo insalvable en el diálogo entablado con los receptores de los lenguajes artísticos y sí un horizonte hacia donde se puede caminar, construyendo sentidos? ¿Dónde está el borde que marca el exceso en el decir y el mostrar?

Cecilia Bajour

Me pregunto con ustedes cuál será la razón por la que después de leer de nuevo el estimulante último libro de Cecilia Bajour, La orfebrería del silencio, he recordado la no menos provocadora y emblemática novela de Luis Martín Santos, Tiempo de silencio; (me gusta pensar que más de uno de mis inciertos lectores estará esbozando una sonrisa irónica y cómplice en estos momentos).

El caso es que en los años 60, por ceñirme a la década en que se escribió la novela, el vocablo silencio se entendía mayoritariamente como la imposibilidad de poder hablar con libertad: te atrapaba el miedo. Mientras que hoy, es el exceso de palabras lo que te impide es pensar, hablar libremente hacia dentro.

La siempre necesaria Alejandra Pizarnik lo escribe con la luminosidad que le presta su palabra poética: Esperando a que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.

Caigo en la cuenta, según escribo en torno a los cambios producidos en el significado del término silencio, que la variable tiempo también cobra una presencia significativa en estos dos textos. No tanto en un sentido medible e histórico, sino más bien conceptual.

De nuevo viene en mi ayuda la voz de una escritora, Noelia Pena, que en varias ocasiones les he invitado a conocer y seguir.

[?] la estimación del tiempo de lectura presupone, en realidad, un principio difícilmente literario, a saber, que el tiempo de reflexión que acompaña a la lectura de un texto es mensurable y previsible. En el mejor de los casos, una buena lectura nos trastoca los planes, nos hace retomar una frase, repetir una palabra, levantar un segundo la vista (pero sin perder la línea) y tratar de recordar dónde hemos oído algo parecido, a quién se lo hemos escuchado antes, nos hace tomar una nota, etc. ¿Qué invento, en definitiva, es el «tiempo estimado de lectura»?

Sirvan estas dos coordenadas, tiempo y lectura, para hablarles de un texto que tenía postergado por un motivo que quizá pueda resultarles extraño: cada vez que volvía a él, con la intención de refrescar su magnitud, me encontraba con una nueva lectura del mismo. Una redimensión de lo que el texto me decía, que me obligaba afrontar su comentario desde otro ángulo. Pero lo cierto es que esta suerte de complicación no hacía sino demostrarme la prodigalidad significativa de sus contenidos.

Quizá se pudiera pensar que esto que digo oculta un deseo de halagar a la autora y su obra. No en vano, la oxidación de las palabras en los tiempos que no sé si vivimos así podría hacerlo pensar. Pero les aseguro que no es mi intención, aunque evidentemente no tienen motivos para creer en mis palabras, pero si deciden confíar en las del texto creo que me darán la razón.

Hablemos de libro diciendo en primer lugar que no es mi objetivo comentarlo en toda su extensión, sino hacer un juego de aproximaciones a las tesis que plantea y qué instrumentos reflexivos utiliza.

La propuesta de Bajour quiere afincar el silencio, el lenguaje de lo no dicho en los llamados libro-álbum, aquellas publicaciones en los que las imágenes narrar junto a los textos, partiendo del encuentro con el hecho poético, es decir, la palabra depurada.

Los artículos que conforman la obra agrupan dos temáticas; reflexiona la primera sobre el silencio como sinónimo de lo que no está verbalizado, para posibilitar de este modo una suerte de armazón estética e interpretativa de las obras por parte de los lectores. La segunda dialoga con la anterior a partir de ciertos clichés en la literatura infantil y las resistencias entre verdad y ficción.

El primer abordaje teórico toca un tema fundamental: el exceso explicativo en detrimento de lo sugerido o velado, coartando o negando con ello las capacidades del niño a la hora de acercarse al hecho estético. No se trata de convertir lo no dicho en una joya para pocos, sino abrir el juego y compartir con los lectores las resonancias de lo que se esconde y lo que asoma, precisa la autora.

En el segundo habla sobre la construcción de la sorpresa en la historia que se cuenta, como deudor y correlato de los juegos de infancia donde la adivinanza y lo oculto siempre están muy presente.

Trata en el tercero la importante cuestión del punto de vista, o dicho de otro modo, la elaboración de la voz y la mirada en el libro-álbum. Establecer quién habla y qué se deja ver, algo tan estimulante como es decidir dónde pone el foco el autor para que el lector pueda seguir su propio camino.

El siguiente apartado se detiene en los libros sin palabras escritas, aquellas donde la imagen es la que cuenta. Y para hablar de los estereotipos la autora enreda con el lenguaje, en el capítulo consecutivo, partiendo del juego que ofrece la frase hecha salirse de las casillas. Romper con los significados planos, buscar la derivación, otros enfoques más diversificados a través de ejemplos donde, por citar uno importante, está presente la parodia.

El libro se cierra con ejemplificaciones donde realidad y ficción deciden darse la mano en su camino indagatorio.

Todo el libro está atravesado, en sus diferentes reflexiones y propuestas, por una consigna, (quizá mejor sería decir una advertencia) que en los libros para niños está, si cabe, más presente que en los títulos para adultos: la necesidad de manifestar que estas literaturas deben estar más por el cuidado en sugerir que por explicar en exceso. No embridar la imaginación del lector, dejar que se pueblen los silencios que construye el autor para hacerse escuchar.

Todo lo dicho me lleva a recordar una hermosísima película, Paterson, del realizador Jim Jarmuch. Cuenta el film, siendo uno muy reductivo y sintético, la vida cotidiana de un conductor de autobuses que gusta de la poesía y de su práctica.

Vamos siguiendo su vida, un tanto anodina y circular: de casa al trabajo y luego vuelta; círculos que se asemejan a los que su mujer dibuja con profusión en cortinas y ropa. Pero en uno y otra también se observan líneas de fuga: la mirada atenta y el oído abierto a las cosas que les rodean, que toman cuerpo en el cuaderno de escritura del conductor. Y en ella cuando cocina sus pastas (redondas) buscando sabores desconocidos, y busca la música de su recién estrenada guitarra, ensayando nuevas y abiertas geometrías.

Y ocurre también que un día cualquiera, y en ese recorrido circular de cada tarde al volver del trabajo nuestro conductor se encuentra con una niña que fija su mirada , al igual que él, en un cuaderno?


Niña: ¿Estás interesado en la poesía?
Paterson: Más o menos.
Niña: ¿De verdad?
Paterson: Sí.
Niña: Yo escribo poesía. La guardo en este cuaderno. Mi cuaderno secreto.
Paterson: Oh, eres una poeta.
Niña: Sí.
Paterson: Eso es genial.
Niña: ¿Te gustaría oír alguna?
Paterson: Claro, seguro...
Niña: En realidad, no rima.
Paterson: Está bien, me gustan más cuando no lo hacen.
Niña: Sí, a mí también. Bueno... Se llama: Agua Cae. Dos palabras.
Paterson: Agua... Cae..., bien.
Niña: Bueno.


El agua cae desde el aire brillante.
Y cae como el cabello, que atraviesa los hombros de una joven.
Agua cae, haciendo charcos en los huecos del asfalto.
Espejos sucios con nubes y edificios adentro.
Cae en el techo de mi casa, cae en mi madre y en mi pelo.
La mayoría de la gente lo llama «lluvia».


Paterson: Es un hermoso poema.
Niña: ¿Realmente te ha gustado?
Paterson: Sí, de verdad. Creo que es hermoso. Agua cae...
Niña: Gracias. No rima, en realidad.
Paterson: No, pero las dos primeras líneas sí. De forma agradable. Y algunas rimas internas también, creo. Algo así...
Niña: Oh, mi madre está lista. Esa es mi hermana. Somos gemelas. Fue un placer conocerte.
Paterson: ¡Encantado de conocerte! ¡Gusto en conocer a una poeta!
Niña: (Pausa) ¿Te gusta Emily Dickinson?
Paterson: Sí, es una de mis favoritas.
Niña: Increíble. Un conductor al que le gusta Emily Dickinson.

¿Acaso no estamos contemplando a dos almas gemelas? (La pelicula está plagada de esas presencias duales). Y es entonces cuando me pregunto con ustedes ¿qué nos están diciendo una niña y un conductor de autobús que descubren y comparten su pasión por Emily Dickinson, la poeta? ¿Somos capaces de escuchar sus sonoros silencios circulares?

Las imágenes son fotogramas de la película. El poema es de Ron Padgett.

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