OPINIóN
Actualizado 27/02/2017
Javier González Alonso

En mi vida universitaria tuve la suerte, gigantesca suerte, de contar con un profesor como Eduardo Martínez de Pisón. Sus clases estaban llenas de dibujos en la pizarra; no era el típico profesor que expusiera sus conocimientos. Él utilizaba sus recuerdos, sus viajes, lo que había visto con sus propios ojos para recrear, con muy pocos trazos de tiza, esos paisajes que conoció para explicarnos su origen, su formación, cómo habían llegado a ser como eran. Escucharle era sumergirte en una aventura sin fin; mirar cómo de la nada, sus huesudas manos movían la tiza y surgía el Nanga Parbat, el K-2 o el mismísimo Everest sin esfuerzo, mientras desglosaba lo que había vivido en esas excursiones. Un hombre cartografió la península Byers, dónde se enclava la base española en la Antártida, y cuyo dibujo atesoro como oro en paño.

Quedaré siempre en deuda con este hombre, un Geógrafo, con mayúsculas, que me transmitió el amor por nuestra disciplina y la manera de mirar a los ojos de la Naturaleza. Pero, traigo a Eduardo, porque es uno de los reconocidos como mejores glaciólogos mundiales, en un momento que los glaciales están desapareciendo a marchas forzadas, gracias al calentamiento global acelerado. En España, desde hace décadas, estaban confinados en los Pirineos, aunque Eduardo nos mostró cómo eran en los años 60', antes de la aceleración del calentamiento global. Cierto, nuestros glaciares siempre han sido pequeños, de "andar por casa", sin grandes valles que labrar, pero no conviene olvidar las latitudes en las que se enclava nuestra península.

Unos glaciares que, según las previsiones más optimistas, en menos de 40 años dejarán de existir. En un reciente informe de la Confederación Hidrográfica del Ebro, se recoge la evolución del glaciar de La Madeleta, el tercero en extensión tras el del Aneto y Monte Perdido, habiendo perdido en el último año un metro de espesor. No parece mucho, pero si lo ponemos en su verdadero contexto podremos entenderlo mejor: en los últimos 25 años, este glaciar ha perdido 20 metros de espesor, 35 metros en áreas concretas, y ha visto reducida su superficie a la mitad: de 50 a 23 hectáreas.

Oigo todavía las explicaciones de Eduardo sobre los glaciares por él visitados, vividos, amados, y no puedo evitar que me invada la tristeza. Tristeza por la pérdida de esos paisajes, inalterados durante siglos, y por la gente que ya jamás volverá a poder disfrutar de ellos, excepto en fotografía. Y, lo peor, es que la capa de hielo es la parte más visible de este acelerado cambio climático, pero no hay que olvidar los cambios en los ecosistemas, en la biodiversidad, que, cuando nos queramos dar cuenta, habrá desaparecido y nunca sabremos qué fantásticos descubrimientos estaban por llegar? RIP.

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