Sostiene Ernesto que en el país de Séverla la imbecilidad es inversamente proporcional a la felicidad. Imbéciles para los que todo está mal, sin que ellos hagan lo mínimo para mejorar las cosas. De esta visión negativa del resto de conciudadanos, del país donde sobreviven, de las familias que les soportan y de los compañeros de trabajo que les tienen que aguantar ocho horas diarias, se deriva una profunda infelicidad. Estos severlianos, por otra parte encantados de haberse conocido, que dan lecciones de ingeniería a los ingenieros, de medicina a los médicos, de política a los políticos, de enseñanza a los pedagogos y a los padres de cómo deben hacerse los hijos, creen merecerse todo y más (es sabido que no se besan porque no se llegan), sin llegar a demostrar nada, como aquel burro que hablaba pero no pronunciaba. Imbéciles que aseguran que todos deberían cobrar el mismo sueldo, olvidando los estudios, esfuerzos y sacrificios que han tenido que hacer otras personas para desempeñar el puesto que ocupan, sin contar las privaciones de ellos y de sus familias para costear su formación. Pero? ¿a quién le importa eso? Imbéciles que predican, a los incautos que les escuchan, que no hacen esto o aquello porque no se ponen, porque si se pusieran? harían relojes a mano.