OPINIóN
Actualizado 22/02/2017
Manuel Alcántara

Mi interlocutora me dice que en los colegios franceses ya no se enseña gramática. No sé si es cierto o se trata simplemente de una provocación para animar la conversación. La gramática disciplina a las palabras ayudando a construir frases precisas a través de un proceso que es el resultado de la historia destilada de un determinado grupo humano. Ordena la expresión de modo racional añadiendo belleza a la comprensión general de la misma. Pero ahora, prosigue su relato, resulta que su uso genera una especie de violencia simbólica en un doble sentido: la que se produce por su aprendizaje difícil que rompe la cómoda pasividad de quienes quieren saber sin esfuerzo; y la que se deriva de quebrar la búsqueda de la igualdad de los necios. La primera es el cambio en favor de la vulgaridad a la que conduce la molicie, la segunda es el resultado de la demagogia igualitaria.

Escribir con cierto orden ateniéndose a unas determinadas reglas que no son caprichosas es un logro civilizatorio. Dentro de la barbarie que describe Fernando Aramburu en Patria, los patriotas asesinos no pueden dejar de admirar la belleza del euskera que utiliza quien creen un pusilánime por no seguir la "kale borroka", considerándole por ello de los suyos. Hablar bien es también la finalidad de la oratoria y la retórica. Otras artes que son antiguallas de un mundo que ha cambiado profundamente y que evidencia que la plasticidad de nuestros cerebros permite adaptaciones insospechadas. Por ello, mi posición antes estas transformaciones es estrictamente romántica, sin atreverme a ir mas allá entrando en los dominios de la lingüística, de la filología, y no se diga de la neurolingüística o de la psicología cognitiva que no controlo.

Me preocupa, no obstante, el absurdo simplón de lo políticamente correcto. Las posiciones que defienden que para hacer las cosas más sencillas a los niños, para facilitar la integración en la comunidad de personas con distintos idiomas maternos favoreciendo la igualdad, lo más natural sea evitar la gramática. Hacer un idioma de palabras descosidas donde unos sustantivos, sazonados con ciertos adjetivos más o menos grandilocuentes, se vean acompañados por algún que otro verbo suelto. Palabras desencadenadas en hilera, vocablos agónicos, desnudos, que más que comunicar sean destellos secuenciales de un faro en la noche. Los puntos y rayas de un alfabeto telegráfico que vierte su contenido en cualquier pantalla de un móvil.

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