La bella ciudad italiana tiene de fondo un paisaje de montañas mutiladas por siglos de extracción de mármol. Es bien identificativo paisaje pero dudosamente bello. Es el tributo al interminable abasto de piedra para la ornamentación. El sangrante tributo a la belleza de demasiados lugares.
Pero también un interesante baremo para medir la economía de la ciudad. El mármol, que parece interminable, sigue dando dividendos suculentos. Muy suculentos. No debía haber facciones ecologistas ni conservacionistas cuando desde las primeras excavaciones nadie se opuso a frenar ese aparente desatino. Desmochar montañas enteras. Cargarse vegetación, olivos, vides, senderos casi milenarios, para entrar a saco dentro de las montañas y destriparlas casi enteras. A costa (y eso está claro) de la belleza llevada a otros lados en forma de esculturas y hermosas fachadas.
Siguen horadando. No paran. Lo he visto. Porque es tradición ya y da muchísimo dinero. No hay ecologista ya que detenga eso. No pueden ni se atreven. Pero da pena mirar al fondo, ahí, detrás mismo de las casas. Descomunales canteras. Vehículos pesados. Socavones kilométricos hechos a escuadra y cartabón, que dejan la blanca piedra como desnudo fondo. Muchísima actividad porque se sigue vendiendo a buen precio por todo el mundo. Muchos se enriquecen con eso. Sucede que antes que el mundo se organizara tan global y casi tan mezquinamente, nadie osaba parar algo que suponía riqueza y avance. Hoy cualquier agujero en la naturaleza casi supone una investigación exhaustiva y una multa. Y nada te digo si se lleva por delante un árbol centenario. Eso es casi imposible.
Aquí nos suele pasar lo contrario. Que nadie toque nada que vamos a los tribunales. Que un solar de uso militar debe seguir siendo solar. Que un puente no se haga porque daña la vista monumental en treinta centímetros. Que la dehesa siga como hasta ahora pero que no se lidien toros bravos. Que sólo sirva para hacer safaris fotográficos como en África. Y si debajo tenemos uranios y otros minerales por el estilo, potenciales recursos de riqueza y cambio, que sigan ahí enterrados hasta la eternidad para no trastocar un árbol ni molestar el hábitat del lobo ibérico y del buitre. Que ni siquiera está el cerdo (también ibérico). Así nos va.