No hacen falta más bienes, sino más generosidad
En estos días nos encontramos en ambiente de Campaña contra el Hambre, que este año tiene como lema "El mundo no necesita más comida, necesita más gente comprometida". La campaña recibe un mayor relieve si se tiene en cuenta la información de los pasados días de que uno de cada cuatro niños en España está bajo el umbral de la pobreza, es decir, que pasan hambre.
Para mí estaba claro que el tema de mi artículo de esta semana tenía que ser el del hambre. Pero ¿cómo afrontarlo? La cuestión es demasiado grave y enojosa. ¿Cómo es posible que en un mundo en el que hay suficiente cantidad de alimentos para satisfacer las necesidades del total de sus habitantes, todavía haya dos tercios de la población mundial que pasa hambre. Como dice el eslogan de la Campaña contra el Hambre, el mundo no tiene necesidad de alimentos sino de gente comprometida y generosa. Que haga superar ese muro o zanja profunda que separa al mundo de la pobreza del mundo de la opulencia.
Parece lógico que, para que haya un mejor reparto de los bienes en el mundo, bienes que pertenecen a todos y que han de satisfacer las necesidades de todos, los que los poseen, especialmente si los tienen en abundancia, han de avanzar en la práctica de la austeridad, es decir, no gastar más de lo estrictamente necesario, y los que tienen necesidades básicas tienen derecho a que se les haga llegar un mínimo de posesiones para llevar adelante una vida con una mínima dignidad.
Ya sé que los liberales de la economía mundial proclaman a todo volumen que, si se quiere que el bienestar mundial avance, se necesita que avance la producción de bienes y esto sólo se puede lograr a base de un crecimiento del consumo. Eso está bien como principio teórico general pero, si se quiere tener de verdad en cuenta a las personas, y especialmente a las más necesitadas, ese principio no sirve para más que para hacer crecer las necesidades de los pobres y su distancia con respecto al enriquecimiento mayor de los ricos.
Una economía correcta tiene que partir de la situación de necesidad en que viven las personas. Por eso, el desarrollo de una auténtica economía de carácter humano, por ir un poco más allá del carácter humanista, que sería una consideración todavía con una gran dimensión teórica, hay que dar un avance muy serio en favor de los últimos. Sólo una economía que tiene en cuenta las necesidades de las personas concretas merece llamarse economía verdaderamente humana.
Crecer sí, pero ¿cómo? ¿No se podría crecer preferentemente en artículos de primera necesidad que tiendan a cubrir las necesidades de los más pobres? Luego ya se podría aspirar a crecer en otro tipo de productos que puedan llevar a crecer en aspectos más generales de la economía y de la empresa. ¿Que esto llevaría a la necesidad de un cierto o de un fuerte intervencionismo del estado, frente a los intereses particulares de la empresa y de los ciudadanos poderosos? Pues hágase, si es lo que exige la atención a las personas con especial necesidad.
Y esto no es propio y exclusivo de partidos y entidades de ideología de izquierdas. La exigencia de atención a las personas necesitadas no es ni de derechas ni de izquierdas, es simplemente sentido de humanidad y de realismo solidario. Consumir menos, distribuir más. Esto es, por lo menos, lo que a mí me parece exigencia de un verdadero sentimiento humano, no digamos ya del sentido evangélico.
Y hay ya organizaciones que tratan de vivir esta práctica de solidaridad e intercambio social a nivel de los más cercanos, y de los más necesitados entre ellos. Véase el movimiento, aún pequeño pero creciente, del llamado ecosistema o del otro llamado banco de tiempo, cuyos miembros intercambian sencillamente tiempo, bienes y servicios, según las necesidades para recibir y según las posibilidades para aportar, atendiendo realistamente a la situación de cada uno. De modo que entre ellos no puede haber ni pobres ni ricos sino igualdad de atención y acompañamiento a todas las personas.
Claro que esto no es nada nuevo. Es una práctica tradicional y efectiva de las comunidades que viven la vida religiosa. En ellas cada uno aporta lo que puede, según sus cualidades, y todos reciben lo mínimo necesario, incluida la atención a los ancianos y a los enfermos. Una práctica que algunos ridiculizan con aquel dicho popular de "en comunidad no muestres tu habilidad", pero eso es frivolizar una realidad tan seria como es la vida común y la comunión de bienes.
Esa práctica de solidaridad es la que viven y enseñan los misioneros precisamente en los países más necesitados. Y, llegados a este punto, no quiero terminar hoy sin hacer mención de uno de esos meritorios misioneros que trabajó por más de cuarenta años en el Paraguay y que acaba de dejarnos: José Isidro Salgado. De su práctica humana y pastoral tenemos mucho que aprender. Manos Unidas nos ha mostrado un buen número de los proyectos que lleva adelante con los pobres de aquel país: Paraguay. No hacen falta más bienes, sólo falta una mayor generosidad.