Las expresiones deportivas están integradas en lo cotidiano. De hecho, el deporte supone un quehacer que para muchos es una parte substantiva de sus vidas, al menos durante ciertos años. Pero no solo eso, la propia práctica contiene un mundo particular que integra un sin fin de reglas y de hábitos que terminan constituyendo su peculiar filosofía. Ello ocurre tanto en aquellos deportes de equipo como en los de desempeño individual. Sucede con el boxeo del que ni soy aficionado ni estoy al tanto de sus noticias, pero sé que ha generado una épica que desde siempre tuvo su acogida en el cine como un género. El entretenimiento cinematográfico acoge a otro tipo de espectáculo en el que son fácilmente integrables historias de superación personal, de amor y de odio, de corrupción o de mera lucha por la vida, sin dejar de lado, claro está, la estricta competición.
Tirar la toalla es uno de los dichos asociados al boxeo que es sinónimo de rendición pura y dura. Cuando la toalla se arroja desde la esquina del cuadrilátero la pelea se suspende y de inmediato es dado como ganador el púgil cuyo preparador no la tiró. Es una señal de oprobio que acompaña al abandono de quien dice: "hasta aquí hemos llegado"; una detención ansiada del sufrimiento, pero, a la vez, un reconocimiento del fracaso que tira a la basura meses de entrenamiento, ingentes esfuerzos e ilusiones; incluso puede suponer el fin de una vida deportiva tras una dilatada carrera. Se dice que no hay nada peor que abandonar, caer a la lona y ser incapaz de incorporarse es un final más digno.
Una película de un joven director finlandés propone una visión diferente. Inspirada en la historia real de un panadero aficionado al boxeo que en 1962 disputó un combate por la corona mundial frente al curtido campeón estadounidense, aboga por que ese gesto acerbo tenga un sentido diametralmente opuesto. Para Olli Mäki, erigido en símbolo del nacionalismo pueril, aquel día en que perdió el combate, uno de oprobio para quienes depositaron en él el orgullo de su país, será el más feliz de su vida. El hecho de que fuera esa jornada cuando tomase conciencia de estar enamorado es quizá secundario, lo relevante es que pudiera tirar la toalla para poder vivir la vida deseada. Entonces no era un acto de rendición sino de auténtica liberación.