La mirada de Ángel esta tejida de silencio y del olor de la pana soñolienta que, en los años cuarenta y cincuenta, le vestía.
Entonces era todo de pana: los pantalones, las chaquetas que olían a la muerte de los maquis, los ojos, los pies, los labios de los pobres... Todo era de pana, de tela zurcida por el miedo. El hambre, un pan invisible, era de pana. Ángel habla del hambre como quien habla de un amigo que no te solía fallar en ningún instante, siempre estaba a tu lado, según cuenta, camuflado, igual que una sombra o una silueta evanescente que se te acababa metiendo por los ojos, te poblaba las tripas y te salía por la garganta, después de haberte secado el alma entera.
-En el año del hambre salíamos al campo a por lo que fuese, y no había tampoco mucho que coger -cuenta el picapedrero-. Era terrible. Estábamos tos sequitos, como alambres; entonces no te preocupabas de estar gordo. Los pobres solíamos guardar siempre la línea. Cogíamos espigas y las freíamos en una sartén con un poco sebo que nos daban en la carnicería, porque no había siquiera aceite pa cocinar. Los ricos decían que el aceite de oliva era perjudicial, pero ellos sí lo utilizaban en sus comidas. Y los pobres el aceite no lo veíamos ni en pintura. Tampoco probábamos nunca las naranjas. Me acuerdo que íbamos hambrientos por la calle y, cuando veíamos un hueso de algarroba, nos tirábamos tos a por él casi de cabeza, como cuando un pájaro ve un grano de trigo. Eso es fácil contarlo, pero pa entenderlo hay que vivirlo y saber lo duro que es estar muerto de hambre y no tener ni siquiera un cachillo pan, aunque sea un mendrugo, pa echártelo a la boca. Había veces que no podías tirar del alma. Hubo más de un chaval que se quedó casi en los huesos y no podía ni tirar de la pellica.
Fragmento de "El Viento derruido". Editorial Almuzara, 2017