"(?) el río y su cauce era un lugar donde se desarrollaban muchas actividades variopintas, que a mí, al menos, me dejaban boquiabierto"
Siempre he pensado que Salamanca es una ciudad demasiado pequeña para el río que la baña, el caudal y sobre todo la amplitud del cauce del Tormes a su paso por la ciudad. Divide excesivamente el caserío de forma que cuesta trabajo saltar del corazón situado en el norte hasta los arrabales del sur. Este teórico defecto se compensa por la belleza del río y sus márgenes que forman o mejor, formaban, un universo mágico para los salmantinos.
En mi niñez, el río y su cauce era un lugar donde se desarrollaban muchas actividades variopintas, que a mí, al menos, me dejaban boquiabierto. En el cauce se veía a los areneros faenando de sol a sol, moviendo lentamente con pértigas sus pontones cuadrados llenos de arena desde las islas a la orilla. Los pescadores de trasmallos salían en barcas más ligeras al caer la tarde, eran familias de raigambre que conocían todos los rincones del Tormes y cuyas mujeres subían a la ciudad vendiendo bogas, sardas y barbos a la voz: "¡Peces frescos!".
La orilla del río era un lugar bullicioso por donde deambulaban paseantes, parejas de novios y pescadores que se mezclaban con el trajín de los molinos, las tenerías, vinateros y artesanos junto al puente romano; se veían ruidosos grupos de lavanderas, niños cuidando caballos y mulas del rabero para aprovechar los prados de la orilla, y bares de porrón y guitarra bajo las alamedas, donde se podía disfrutar de sombra y frescor en los largos veranos de castilla.
Más difícil era ver a los chivoneros que colocaban sus redes pajareras en mimbreros y zarzales en rincones tranquilos para cazar jilgueros, que luego anunciaban a voces en jaulas multicolores por las proximidades de la Plaza Mayor y que, quien más y quien menos, intentábamos criar.
Por Emilio Sánchez Gil