Quinta entrega de la novela 'Viaje y resurrección de Lázaro de Tormes', del escritor y sacerdote dominico Quintín García
Rebrinquéme hacia la diestra por no molestar mancebos en amorío y hacia allí entreviere, a pesar de la noche porque también hubiese teas encendidas, la que pudiera ser estatua y gloria de mi nombre. Y sacando fuerza de mis enflaquecidos pies, y aún la lengua, movido por el ansia de mi honra, espabiléme y corrí cuanto pude hasta de bruces darme con la tal estatua, que, ¡oh dolor!, resultaron ser dos y no una como Su Reverencia habíame prometido. Al momento maldecí mi negra suerte de saber que para siempre mi memoria unida estaba a la de aquel ciego bribón, pues dél érase la otra estatua, que con sus malas artes la vida me enseñara. Mas luego apacigüeme con la serenidad de la noche y fríos que del río Tormes subían a pesar de ser mayo, recapacité y díjeme para entre mí: no es justo que la fama sólo yo me lleve, y si él fue maestro y guía espiritual mío, hágame compañía, pues sin él nunca yo fuera aprendiz de pícaro, y el mi autor en mí no se fijara, como ocurrió a tantos, y aún Sus Mercedes del Consorcio Salamanca 2002 no invitáranme a esta jornada de resurrección. Ayudóme aún más a consolarme leer la medalla de dura piedra que a los pies del monumento en gruesas letras rezaba: "Salamanca a Lazarillo de Tormes". Era a mí y no a él la dedicatoria hecha, y el nombre puesto en cariñoso diminutivo, y no el suyo, pues justo es que quien las limosnas dadas, enteras se llevaba a sus alforjas por entonces, y el doble o triple de uvas, y de pan, agora menos comiera en honras y monumentos, por cuanto dice el Evangelio Santo bienaventurados sean los que pasan hambre, que saciados serán. Y así sea, amén.
Con estas reflexiones no me siguieron los celos dél, porque en atendiendo bien vi que la su mirada como vacía era y no muy clara, ya que al cielo apagado miraba como si buscara sol en habiéndose ido ha mucho, y en mí su mano sujetaba para ser llevado por no tropezar, luego ciego seguía a pesar de los adelantos y cuidado de los ojos que agora haya.
Pasado el mal trago en mí fijéme, y víme joven, y hasta apuesto, con buena color de cara por los aires marinos, ligero de piernas, que una falda corta de estameña raída, como ésta que agora puesta llevo, apenas cubría sino por la mitad del muslo, sin duda para refrescar tantos sudores y correrías como luego hiciera de la que partí de aquí; y aún fuerzas les sobraron a mis pies para regresar, tras este tiempo, y no como el ciego ese que aún se me antoja estará en Escalona limpiándose, Dios me perdone, el barro de las barbas y rascándose la cabeza de la gran calabazada que diérase contra el poste aquel que como regalo de despedida pusiérale frente así, donde le dejara la última vez que le vi medio muerto. Y por ello nunca regresara. A Dios gracias, que colmo sería de mis males habérmelo de nuevo encontrado en aquesta mi segunda aventura por calles de Salamanca. Aunque por lo oído al buen guía en el jardín de San Francisco, legión y más truhanes sean sus seguidores en estas fechas en las artes de la astucia y de sacar dineros a sus prójimos con rezos o monsergas de curanderías, o negocios de casas y alquileres, o leyes de primeros trabajos para aprendices, o zalamerías de políticos. Cuidado me propuse de no dar con ninguno dellos.
Como con dulce miel seguíanse mis ojos pegados a la mi estatua y llamóme la atención también la boca que el autor de monumentos, Su Merced D. Agustín Casillas, dejárame abierta como la de los pájaros nuevos, por si algo de alguna parte en ella cayera a remediar la tanta hambre que pasara, que aunque muchos siglos esta estatua aquí siguiera, nunca fueran suficientes para saciar las muchas que padeciera.
Dióme pena ver al mozuelo tan liviano de ropas para la crudeza y fríos que en esta ciudad haga (a lo que me imagino como antes, pues que el río se helaba durante meses y no era menester el puente para cruzallo) por cuanto seguirá sin apearse de sabañones y de toses que luego le duraran de por vida y aún le duran y atormentan ese duro pecho de bronce, a lo que siento, a pesar de los buenos calentamientos en el Limbo que por aquellos fríos y otros ganóse. Pero sea verdad y ley de los humanos, como agora aprendí de los sabios griegos y latinos que antes nunca oyera, sufrir primero quebrantos y desdichas para gozar luego con más intensidad los parabienes.
Como estas últimas palabras en alto las dijera por el mucho contento que sentía de verme en aquel mozo reflejado, acercáronseme algunas gentes de mal plumaje que por el camino anterior me cruzara, por si loco estuviera yo o rezando padresnuestos a unos santos que no fueran, o quizás necesitado de librarme de una gran confusión o desgracia. Y dijéronme:
-No son santos, señor, sino pícaros, para que usted les rece.
-Bien lo sé yo, Vuestras Mercedes -contestéles-, bien lo sé. Pero pícaros fueron por necesidad, que grandes calamidades había en aquel tiempo, no para Su Majestad y los suyos, sino para pobres y sobrevivientes, y por tal razón perdonados les fueron sus pecados. Y santos por eso podrían ser, y aún a ellos rezalles Sus Señorías que andan folgando por aquí a malas horas, como perros y gatos sin dueño, y a escondidas de luz se comportan.
No asustóles mi sermón y dijéronme presto que allí vivían y aquesta ribera del Tormes su morada era por la noche, por no tener otra en la que con más comodidad dormir y descansar de las fatigas de mendigar de día.
Avergonzado, disculpas pedíles al instante por mi reprimenda, que ahora era yo el errado, y tratárase en verdad de hermanos míos y de mi mesmo oficio y condición, pues que pedigüeños eran. Así que como a tales hermanos de familia tratéles dende en adelante e invitéles a sentarse conmigo cabe el monumento de mis antepasados pues mucha alegría diérame por fin encontrar y departir con ellos y ellos conmigo las muchas cuitas que tan mal oficio produce.
Resistíanse a sentar en el santo suelo, como yo ya estaba para confialles, y hube de jurar y perjurar por varias veces que loco no era y que si con estas vestes víanme y altas voces me oyeran dando hacia el monumento era porque descendiente duno dellos fuese y un largo viaje había hecho por encontralle, y a ello estaba cuando me sorprendieron. De reojo mirábanme, con el uno puesto en mí y en el mozo de la estatua el otro, y comparábanmos.
Mas que estaban a punto de cerciorarse, ocurrió de repente apagarse la luz de las teas que por allí abajo eran escondidas entre hierbas y romeros, y más a oscuras que en una negra mina nos quedásemos. Maldije al regidor de la ciudad, hombre al mostachón pegado (con permiso de D. Francisco de Quevedo y malas pulgas) como pude ver en varios dibujos de su rostro pegados por las paredes, por su avaricia en tan pronto apagar la claridad, para una noche en cuatro siglos que yo la necesitara, quél seguramente en buena claridad y en más ricas compañas anduviese, pues pensaba que agora los mis hermanos de mí se ahuyentarían por desconfiados.
Pero fue que no. Y que presto dijeron de hacer una gran hoguera para iluminarnos y quellos conmigo de mi fiesta quisieran participar. Y así lo hicimos.
Para leer los capítulos anteriores: http://salamancartvaldia.es/col/191/quintin-garcia/