OPINIóN
Actualizado 11/02/2017
Ángel González Quesada

(A Tzvetan Todorov, in memoriam)

"La paja donde yace el ganado feliz de los hombres."
MALLARMÉ

"Esa repugnancia innata de ver sufrir a un semejante" , como Rousseau calificaba la compasión, se ha convertido en estas sociedades nuestras, anestesiadas de puro repetitivas, en una especie de virtud democrática a la que hay que rendir pleitesía dejando claro que somos solidarios, sensibles y preocupados por los pobres desgraciados. Gracias al dolor infligido al prójimo, las masas de consumidores bailadores del agua de la costumbre, tienen la oportunidad de sentirse solidarios y ejercer esa suerte de zafarrancho de limpieza interna que llaman compasión mediante lazos, concentraciones, pancartas, fotos en Internet y gritos de santa indignación; y terminar ahí su empatía con las víctimas.

La realidad de las brutales guerras que provocan la muerte, el sufrimiento, el desplazamiento y la agonía de millones de víctimas; las flagrantes injusticias sociales que arrojan a la miseria y la degradación a millones; la indiferencia que margina, ningunea y desprecia al necesitado, al diferente o al extranjero, constituyen, paradójicamente, una oportunidad única para que, lamentándose, pueda producirse la absolución de los pecados de la indiferencia de las gordas sociedades y de su puro desinterés.

Todo un ejército de carroñeros de la desgracia, al parecer permanentemente enfadados con la prosperidad o cualquier atisbo de felicidad y que corren compungidos a consolar a quien toca el infortunio, apenas ocultan con ese comportamiento de vacía solidaridad y estudiados rostros de pesadumbre, una especie de disfrazado desprecio hacia el sufriente, una sutil manera de reducir al miserable a su angustia otorgándole una caricia de compromiso e incluso una lágrima oportuna y, mediante una tolerancia vacía, una caridad más detestable en cuanto procede de la sobra, lo inservible y lo accesorio. Se permiten la soberbia de no considerar nunca como igual al refugiado, al maltratado, al excluido o al agredido, víctimas de situaciones que han sido posibles gracias a, precisamente, la permanencia en los lloradores de ocasión de esa misma vacuidad, idénticos falsos compromisos a la vuelta de la esquina de la pancarta e iguales fingidas lágrimas enjugadas, otra vez, con la indiferencia.

Rousseau inventó la compasión como participación efectiva en el dolor ajeno, característica de la universalidad de las criaturas. Pero el rostro del amor al semejante no debería sustanciarse únicamente en la compasión por su sufrimiento sino también en la alegría por su felicidad y en la permanente labor por evitar ese sufrimiento y conseguir caminos de igualdad. Reducir el sentimiento de solidaridad con el conjunto de la humanidad a la sola compasión repentina y puntual por quienes sufren, sin extender al modo de vida y los hábitos permanentes de comportamiento ese supuesto sentimiento solidario, reduce también la experiencia de la comunicación humana y la empatía humanitaria a un rosario de lamentaciones, ayudas puntuales, limosnas y falsas tolerancias, que nos sitúan siempre por encima y ajenos. Y nos degradan.

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