Hace una semana estaba tomando café con un antiguo profesor. Tras enseñarme, con envidiable entusiasmo, vídeos en los que introducía metodogías innovadoras en el aula, centró su discurso en el papel que el ajedrez iba a empezar a adquirir en las escuelas y colegios del país. Me adelantó que dentro de poco se cursará como disciplina obligatoria del currículum. No en vano, instituciones de diversa índole ya se han pronunciado a favor de este hecho. La última, el propio Congreso de los Diputados.
Y yo que me alegro, claro. Estoy de acuerdo con todo lo que tenga que ver con la enseñanza a través del juego y con la adquisición de competencias mucho más útiles para la vida que el compendio de saberes que, paulatinamente, otros hemos ido olvidando. El ajedrez, es obvio, promueve la concentración, la resolución de problemas y la propia creatividad; fortalece la memoria, la responsabilidad en la toma de decisiones, el respeto al contrincante y la necesidad de levantarse toda vez que tu rey ha sido objeto de "jaque mate".
A todo ello se une su intrínseco valor lúdico, la reducción del factor azar a su mínima expresión, lo barato de la infraestructura necesaria, la ausencia de violencia explícita y el estar ligado a una tradición eminentemente culta. Desde su posición forzosamente aislada, casi esotérica, el ajedrez se ha permitido enarbolar un discurso que otros deportes bien podrían haberse arrogado también. Desde el silencio mediático al que le condena su aparente falta de espectacularidad, ha sabido elevar su voz sabia y por ello atemperada. El ajedrez, desde el sosiego y la templanza, ha sabido explicarle a la sociedad todo lo que le puede ofrecer.
Sentados frente al tablero, los seres humanos olvidan sus diferencias. No hay un aro a 3,05, un balón que manejar con destreza o una raqueta que coordinar con el movimiento de pies y la llegada de un móvil a más de cien kilómetros por hora. Ocho peones y varias piezas colocadas simétricamente marcan el inicio de la partida, con la única ?que no menor? ventaja, de que blancas salen primero. A partir de ahí, ejercen su gobierno sobre la partida cuestiones tan elementales para el desarrollo satisfactorio de la existencia como son la capacidad para diseñar una estrategia y reaccionar a los movimientos del otro; el control de las emociones o la aceptación serena de todo cuanto sucede en el tablero.
Insisto para que no quepa duda: celebro la integración del ajedrez en los currículum escolares. Celebro al tiempo que lamento que otros deportes no hayan sido capaces de articular un discurso en torno a los beneficios que pueden aportarle a la sociedad, muchos de ellos coincidentes con los ya expuestos: toma de decisiones, diseño de unaestrategia, gestión de las emociones, creatividad, inteligencia,? Echo de menos una voz que recalque la existencia de todos estos valores subyacentes que nos recuerden que no todo, en el deporte que practicamos y enseñamos, sea cual sea, pasa por ganar o perder. Que esa no es la única cuestión.